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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Contra Bernhard

Marcos Ordóñez

Bueno, hay algunas cosas suyas que me gustan. Pocas. En novela, las más breves: El sobrino de Wittgentstein. La voz más elegiaca de Reger hablando de su mujer muerta en Maestros antiguos, que Xavier Albertí dirigió espléndidamente. Extinción, otra novela adaptada al teatro por el enorme Krystian Lupa. La historia del amor perdido de la señora Zittel, siempre Rosa Novell, en Plaza de los héroes, a las órdenes de García Valdés. ¿Teatro? Otro Albertí magistral, A la meta. Y Minetti, la obra que yo hubiera deseado ver en lugar de El hombre de teatro, que actualmente se da en el Lliure. Me marché a la mitad. Una salida, si se quiere, muy bernhardiana, exagerada, violenta casi: imagino que el viejo se reiría un poco de que alguien, chulo que es uno, no aceptara genuflexo sus palabras, que se fuera a cenar y a beber porque, literalmente, no podía soportar aquello. Y no, no pude. ¡La de cosas que he llegado a oír y a leer estos días sobre Bernhard y esta obra! Me da urticaria sólo recordarlo: "Todo el teatro de Shakespeare junto ofrece menos dificultad", "lucidísima diatriba", "profunda reflexión sobre el teatro y la esencia misma del actor". ¡Y algunos de los que lo decían eran cómicos, gente de teatro! Pobres cómicos. Están tan acostumbrados a que les denigren, a que les perdonen la vida, que incluso bendicen a quien les mea en la boca. No, no pico. Respeto demasiado el teatro y a los cómicos como para aceptar esta visión. Me da náuseas el protagonista, el Gran Bruscon, ese pobre desgraciado que trata a todos como esclavos, que retuerce el brazo a su hija para que le diga que es el mejor actor del mundo, que larga un monólogo de dos horas ciscándose en todo, la tos, las corrientes de aire, las luces de emergencia, los jefes de bomberos, el hedor de cerdo, el bochorno, el polvo, los periodistas, los pueblos pequeños, el dolor de espalda, la humedad, la cretinez universal y, por supuesto, los austriacos. Nunca me he tomado en serio las imprecaciones de Bernhard, porque siempre iguala a la baja: no parece muy convincente el orate que vocifera igual ante el fascismo que ante un cuello mal planchado. Pero no es ése el problema, mi problema, vuelvo a lo de antes. Obras como El hombre de teatro contribuyen a perpetuar los más siniestros clichés sobre el artista: el actor es un megalómano, el actor es un imbécil, el actor es un sádico. Mi problema es que Bruscon es un triste hijo de perra. Y un gran actor, un gran artista, y he conocido a unos cuantos, no es jamás un hijo de perra. Un cómico podrá ser vanidoso, infantil, puñetero, inaguantable, encabronado, pero nunca un hijo de perra. Un hijo de perra se dedica a hacer dinero, a hacer guerras, a hacer cualquier cosa que no requiera coraje, como requiere el oficio de subirse a un escenario y reinventar la vida. ¿Dónde está la vida en esta obra, la pasión de vivir, la pasión de crear, el coraje, la fuerza? ¿No le quedaba ni un mísero hueco a Bernhard, entre el eterno coñazo de los nazis austriacos y el dolor de espalda, para mostrar algo de vida y arte, palpitantes? Me dicen: "No, es que retrata a un cabrón patético". Contesto: bien, no hacen falta dos horas para eso. Muy bien, que entre el cabrón, pero también quiero ver su arte, como en The Dresser, como en Kean, como en Moi, Feuerbach, hay cientos de ejemplos. Si me dais a alguien enterrado en la mierda hasta el cuello quiero ver cómo lo alarga para seguir devorando la vida, con la pistola al lado por si hace falta, como la Winnie de Happy Days. No soporto el arte sin búsqueda de la belleza, sin un gramo de elevación, me parece obsceno. Tengo más razones para detestar El hombre de teatro. Es una sopa recalentada: Bernhard ya nos contó todo eso, y mucho mejor, en Minetti y en La fuerza de la costumbre. En Minetti había poesía, había el coraje del viejísimo actor empecinado en seguir haciendo teatro, en calzarse de nuevo la máscara de Ensor mientras no dejaba de caer la nieve, fuera y dentro. En La fuerza de la costumbre había conflicto, los personajes contestaban al director megalómano, no eran esas tristes marionetas casi mudas, serviles, nulas. A mí me subleva que una actriz como Lina Lambert esté haciendo el personaje de la señora Bruscon, que sólo tose, no hace otra cosa que toser porque así se lo marca Bernhardt con una absoluta falta de generosidad, ni una respuesta, ni una frase. Venga, por dios; es como tener un violín y rascarlo con un serrucho, es un desperdicio, es un bromazo de mal gusto, y tres cuartas de lo mismo para Oriol Genís, Lurdes Barba, Judit Lucchetti, Ivan Labanda, Silvia Ricart, reducidos a la pantomima amordazada. ¿Qué maldita gracia tiene eso? Escribo este papel para hablar de ellos y para hablar de Lluís Homar, para comunicarles el inmenso respeto y admiración que me produce su trabajo; para explicarte, querido Lluís, por qué me largué a cenar, para que sepas, si es que te hace falta (ya ves qué importancia nos damos los críticos), que mi marcha y mi diatriba no tienen nada que ver con tu gran logro artístico, con tu esfuerzo, y al mismo tiempo me repugna estar hablando de esfuerzo, hay, para mí, algo terrible en haberse tenido que aprender toda esa retahíla de imprecaciones, de exageraciones, de banalidades, esas dos horas de texto, y tener que repetirlo cada noche, y al mismo tiempo late una grandeza que me supera, aplaudo al actor con la misma fuerza que detesto a Bruscon.

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