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Tribuna:DEBATE CIUDADANO
Tribuna
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Madrid 2012: el Estado olímpico

El autor cree que hay que probar a los madrileños que saldrán ganando con la celebración del evento deportivo para que estén dispuestos a sufrir siete años más una ciudad en obras.

Toda España mantiene cruzados los dedos para que Madrid sea la sede de los Juegos Olímpicos en el año 2012. Su majestad el Rey se ha implicado personalmente redactando el prólogo del panfleto de la candidatura y agasajando en La Zarzuela a los inspectores del COI. El mismísimo presidente del Gobierno español ha terciado en la promoción refiriéndose a los Juegos como la mejor garantía de cohesión del Estado, y ello en medio del trance más delicado en ese terreno en los años de democracia. Incluso el alcalde de la ciudad candidata amplifica sus argumentos a favor de su ciudad aduciendo que "Madrid representa a toda España".

Esta dimensión estatal de la candidatura de Madrid 2012 es su característica más resaltante. Llama la atención porque los Juegos Olímpicos se les dan a las ciudades y no a los Estados, a diferencia de lo que sucede con los mundiales de fútbol, que sí se les dan a los países. Sin embargo, en lo que se refiere a la candidatura que nos tiene en vilo -los hechos revelan que se trata de una estrategia de promoción que confía más en el Estado que en la ciudad-, da la impresión de que es España la que pide los Juegos a través de Madrid 2012, y no que sea el clamor de los madrileños a favor de la renovación y el progreso de su ciudad.

Los madrileños se muestran preocupados de que el evento aumente el coste de la vida
El apoyo popular a Barcelona 92 fue algo inusual, objetivamente muy difícil de imitar

Tampoco se puede atribuir el carácter estatal de la promoción olímpica de Madrid a su condición de capital del Estado, pues lo mismo habrían hecho Londres y París, ambas capitales europeas y candidatas rivales, y sin embargo sus campañas no explotan especialmente esa circunstancia. Más bien se trata de que en el caso de Madrid es cuando menos arriesgado depender del apoyo de los madrileños al proyecto olímpico: el propio alcalde Gallardón, con los inspectores del COI aún en suelo español y queriendo animar a la participación, dijo en TVE que sólo faltaba por demostrar el apoyo de los ciudadanos de Madrid a la propuesta. En cierta manera, somos el resto de los españoles (el 87% del total de la población del país, según las encuestas) los que estamos deseando la concesión de los Juegos Olímpicos a la capital de España en el 2012.

Es en lo referente al apoyo ciudadano donde la comparación con Barcelona 92 se hace inevitable, ya que el precedente viene como anillo al dedo para aclarar las características particulares de la presente convocatoria y, así, para explotarlas mejor.

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En primer lugar, hay que decir que el apoyo popular a Barcelona 92 fue algo inusual, objetivamente muy difícil de imitar, tal como confesó al clausurar los Juegos de Barcelona el alcalde de Atlanta, la ciudad que le seguía en el calendario olímpico entonces. Sin embargo, resulta útil y oportuno poner de manifiesto cómo se labró ese apoyo y cómo se armó y orquestó la madeja de intereses involucrados para realizar los Juegos más exitosos de la historia del olimpismo moderno.

Es importante recordar también que el proyecto olímpico de Barcelona 92 no fue más que una excusa, la guinda al final de un intrincado y prolongado proceso de renovación urbana en el que se implicaron los ciudadanos a través de un ejemplar sistema de representación democrática: los Juegos Olímpicos del 92 fueron, en realidad, la fiesta de inauguración de la nueva Barcelona, la Barcelona metropolitana, que ya había comenzado a promoverse en diciembre de 1980 desde la alcaldía de Narcís Serra. Lo que dejaron los Juegos como legado real a la ciudad de Barcelona fueron las obras de infraestructura que ésta necesitaba para funcionar a escala territorial; el resto de la renovación, es decir, las plazas, los parques, la mejora de los servicios públicos, los centros asistenciales, etcétera, ya estaba hecha cuando se aprobó la candidatura de Barcelona 92.

Lo anterior lo demuestra el hecho de que el Premio Príncipe de Gales, que otorga la Universidad de Harvard desde 1988, se le dio a la ciudad de Barcelona "por los proyectos de espacios públicos urbanos construidos entre 1981 y 1987", y que sumaban entonces 42 intervenciones urbanas de envergadura. En esta renovación se implicaron los ciudadanos a través de una red de 10 nuevos distritos y 26 municipios, que conformaron un sistema de 36 miniciudades (menos de 200.000 habitantes), cada una con un equipo de arquitectos y urbanistas al frente, de manera que detrás de cada plaza nueva, cada paseo peatonal, parking, etcétera, estaban las asociaciones de vecinos y un equipo técnico ad hoc que interpretaban la escala del barrio y la escala de la ciudad al mismo tiempo.

Sin embargo, a la premiada renovación urbana barcelonesa le faltaba una meta muy clara a finales de los años ochenta: carecía de las infraestructuras de comunicación necesarias para conquistar una escala metropolitana real, es decir, obras de tal magnitud que sólo el aliento de una empresa como los Juegos Olímpicos puede lograr. Es concretamente en este renglón en el que los Juegos de 1992 sirvieron específicamente a la nueva ciudad de Barcelona. Éstos permitieron hacer el sistema de autopistas que actualmente circunda la ciudad (las rondas y sus correspondientes galerías anexas de servicios de canalizaciones) e intervenir urbanísticamente en los cuatro extremos de ese sistema de comunicaciones (las cuatro zonas olímpicas), creando así cuatro focos de recuperación y desarrollo de la nueva periferia. Por cierto, esta manera peculiar de intervención metropolitana, obra del arquitecto Oriol Bohigas, a medias entre el proyecto arquitectónico y la planificación urbana que él llamó "el plan político de la ciudad", ha sido copiada en parte por la propuesta de París 2012 al plantear sus dos "ejes" periféricos y la propia villa olímpica sobre la que será la nueva autopista perimetral A86.

Con los Juegos, Barcelona adquirió funcionalidad metropolitana, es decir, vías de comunicación y servicios terciarios que permiten vivir cómodamente a ocho o nueve kilómetros del centro. Para muestra un botón: de los 926 billones de las antiguas pesetas del proyecto Barcelona 92, sólo el 9,4% se invirtió en instalaciones deportivas, mientras que en las rondas, el aeropuerto y la conectividad regional se invirtieron 563 millones de pesetas, es decir, el 60,8% del presupuesto total.

El secreto del éxito de Barcelona 92 fue que todos llegamos a estar involucrados en el proyecto, los barceloneses y el resto de los españoles también, porque todas las instancias de gestión política pudieron sacar partido de la operación. Los Juegos nos permitieron mejorar a la mayoría porque nuestros representantes políticos estuvieron atentos para extraer beneficios concretos para nosotros sus representados: el entonces alcalde Pascual Maragall, a través de la red político-administrativa antes mencionada, lograba su sueño de administrar una metrópolis, después de que el presidente Jordi Puyol derogara la Comisión Metropolitana de Barcelona en 1985. El Estado, a través de sus empresas, como Renfe, por sólo citar un ejemplo, vio cómo se esfumaron como por arte de magia las dificultades de cambiar el trazado ferroviario en el interior de la ciudad y así modernizar sus bienes. La entonces nacionalista Generalitat se reservó hasta el último momento un as bajo la manga: lanzó una campaña de intriga en la prensa internacional, apenas unos días antes de la inauguración de los Juegos, que acababa situando a Barcelona en Cataluña y ésta a su vez en Europa, obviando ostentosamente a España.

Dejando aparte las diferencias de estilos de gestión de las distintas instancias políticas, ya que éstos dependen directamente de las ideologías de sus dirigentes, fue la conjunción de intereses de los órganos de representación ciudadana lo que convirtió a Barcelona 92 en un éxito, y esto no lo deberíamos olvidar en la situación actual. Los Juegos Olímpicos Madrid 2012 han comenzado por animar a las más altas autoridades del Estado y al resto de los españoles, mientras que los madrileños se muestran más preocupados por la posibilidad de que el evento incremente aún más el costo de la vida, empeore el ya de por sí dantesco tráfico rodado o que produzca más beneficios privados que públicos.

El alcalde Alberto Ruiz-Gallardón ha dicho que lo más importante que los Juegos van a dejarle a la ciudad es que van a incorporar el "espíritu de la carta olímpica" al carácter de Madrid. No parece un argumento suficiente para conseguir el apoyo de los ciudadanos a una empresa tan traumática para la vida cotidiana como es la realización de unos Juegos Olímpicos: hay que demostrarles a los madrileños que ellos saldrán ganando también para que estén dispuestos a sufrir durante siete años más una ciudad en obras.

Es cierto que en Los Ángeles y Atlanta se realizaron los Juegos con exclusiva promoción privada, pero ése es un modelo americano difícilmente aplicable en Europa y, por otro lado, de intentarlo aquí, lo que no parece coherente es pedir el respaldo de los ciudadanos como si de esto dependiera la candidatura. En EE UU, las obras necesarias para unos Juegos las realizan empresas privadas, porque lo que se interviene y los beneficios posteriores son también privados. Por si fuera poco, los inspectores del COI han dado un aviso a navegantes cuando han afirmado que valorarían sobre todo el impacto de los Juegos en la ciudad.

El verdadero éxito de los Juegos Olímpicos Madrid 2012 dependerá del apoyo incondicional de los madrileños. Conseguirlo es posible. Hay que buscar fórmulas de participación para que el entusiasmo llegue a los que le insuflan la vida a la ciudad todos los días, y la manera de hacerlo es desde abajo hacia arriba y no al revés: hay que animar con hechos concretos al ciudadano de a pie; el Estado sólo puede colaborar en aspectos puntuales a un evento como los Juegos, que son urbanos por naturaleza.

Miguel Jaime es doctor arquitecto por la ETSAB, donde ha sido profesor asociado. Parte del contenido de este artículo proviene de la conferencia Barcelona 92: el nacimiento de la metrópolis catalana, dictada en la Universidad de Harvard en 1997.

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