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Columna
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Las complejidades de Lisboa

Joan Subirats

En la cumbre europea de Lisboa de marzo de 2000 se apostó por hacer de la economía del continente la más competitiva del mundo en 10 años y, al mismo tiempo, se solemnizó el compromiso por una Europa inclusiva, entendiendo que la marginación de importantes sectores sociales era uno de los principales peligros que evitar en esa carrera por un nuevo impulso económico. Poco tiempo más tarde, se añadió a todo ello el compromiso de la sostenibilidad ambiental. Estamos ahora, a cinco años de la cumbre lisboeta, en tiempo de balance, y las cosas no acaban de funcionar como se había previsto. En estos años, el mayor énfasis se ha puesto en el crecimiento económico. Y de hecho, ese mismo argumento del crecimiento económico fue primordial en el momento de justificar y legitimar la gran ampliación que ha convertido a la Unión Europea en una compleja estructura que acoge 25 Estados y tiene en puertas nuevas incorporaciones.

Cinco años después, puede comprobarse que el énfasis en el desarrollo económico, en la competitividad, en liberalizar el mercado en todas sus facetas, no ha venido acompañado de un énfasis comparable en la mejora de las condiciones de vida, en el cumplimiento de los compromisos ambientales o en la puesta en marcha de mecanismos de participación e implicación ciudadana en el proceso europeo de toma de decisiones. Aumentan los retos a los que se enfrentan las instituciones y sus élites mientras parecen disminuir el consenso y la legitimación del proceso. Se requeriría más presión ciudadana para avanzar en un proceso que es sumamente ambicioso, pero lo que se constata es un incremento de la desafección ciudadana en relación con decisiones que se toman lejos y de manera poco comprensible. La necesidad de aumentar la legitimidad de las instituciones y de procesos habitualmente muy elitistas, en momentos en que han de tomarse decisiones sensibles sobre las que existen desacuerdos ideológicos significativos, ha conducido a disparar en elevación, definiendo el nuevo tratado como Constitución o lanzándose a una serie de referendos en los que no se está del todo seguro del respaldo que podrá alcanzarse.

El affaire Bolkestein es un ejemplo de todo ello. La propuesta de directiva surgió en enero de 2004 y proponía un cambio radical en la forma de entender la prestación se servicios en la Unión Europea, para facilitar que esa importante fuente de desarrollo económico (los servicios representan el 70% de la economía continental) fuera mucho más abordable desde cualquier lugar de la UE, acabando con las barreras que siguen existiendo. Pero la mirada estrictamente economicista del asunto ha acabado generando la tormenta que estos días contemplamos. Parece inconcebible que alguien, conociendo las sensibilidades sociales que siguen existiendo -afortunadamente- en Europa y la sensación de fragilidad y de riesgo con que se viven las nuevas condiciones de trabajo y de supervivencia, pudiera pensar que se aceptaría el principio por el cual, por ejemplo, una empresa de servicios del Este pudiera operar en Suecia o Francia manteniendo para sus trabajadores las condiciones laborales de su país de origen, y que ello pudiera hacerse en servicios públicos esenciales. Evidentemente, la actual discusión ha reorientado notablemente la cuestión, pero lo grave, lo que indica una extrema desconexión entre élites políticas y administrativas europeas y lo que ocurre en los vecindarios de esa misma Europa, es que alguien se atreviera simplemente a plantearlo.

No es extraño que los sectores que critican la construcción europea desde los valores de la alterglobalización hayan aprovechado este incidente para hurgar en las dudas de muchos franceses sobre el futuro de Europa. Convendría disipar o atenuar las incertidumbres sobre qué Europa construimos. Noticias como las que ha provocado la propuesta Bolkestein generan la sensación constante de que el único camino para avanzar en el desarrollo económico y la competitividad es la igualación por abajo de las condiciones sociales de trabajo y de vida del conjunto de los europeos. Es evidente que hasta ahora lo más visible de la construcción europea es el euro y la variedad de productos del mercado. Pero si queremos que no sólo viajen por Europa monedas, productos y Erasmus, sino también personas prestando servicios, hemos de ser conscientes que ello comporta que al mismo tiempo que personas viajen con ellas derechos y obligaciones, y no sólo ventajas para los que contratan. No creo que debamos insistir, como se hizo en la cumbre de Barcelona, en que sin movilidad no tendremos competitividad, mientras consideramos al mismo tiempo un gran activo europeo los elementos de enraizamiento, de lazos comunitarios, de implicación colectiva en los asuntos públicos. No se avanza en ciudadanía, en implicación, en elementos que permitan que la gente haga suyo un proceso del que cada vez más oye hablar en términos de amenaza. Es cierto que la Unión Europea, como nos han recordado recientemente hasta la saciedad, ha contribuido con sus fondos a que el país avance y mejore su calidad de vida. Sin embargo, ello ha sido visto como una especie de regalo, de maná que de alguna manera habíamos conseguido, pero del que no nos sentíamos partícipes plenos. Cuando llega la hora de los sacrificios, nadie está dispuesto a meterse en ellos si antes no ha tenido la sensación de que ha participado en los beneficios de una manera consciente y responsable. Las dádivas no implican contrapartidas, sino agradecimientos respetuosos.

Avancemos en competitividad, en desarrollo económico, en creación de empleo, pero hagámoslo sin dejar de acompañar ese proceso de implicación y desarrollo social, y de respeto por la diversidad y calidad ambiental. Las deslegitimaciones son rápidas y difíciles de superar. Y los peligros de que los países se encastillen en callejones sin salida son evidentes. Europa sigue siendo en el mundo actual una esperanza de desarrollo humano digno y solidario. Y no sería bueno que muchos se desengancharan de ese proceso por errores o estrategias tan evidentemente extrañas al mainstream de la construcción europea como las planteadas estos días.

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