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Columna
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Matar al mensajero

Joan Subirats

Es sumamente habitual. Cuando alguien recibe un mensaje que no le acaba de gustar, es frecuente que se meta con el mensajero si lo tiene a mano. Algo de eso está ocurriendo con la institución del referéndum estos días. Han abundado los comentarios que muestran cierta incomodidad con las circunstancias que rodeaban la consulta del pasado domingo y con el formato escogido para ratificar el proyecto de Constitución. Una vez conocidos los resultados, esos comentarios incluso se han incrementado, atacando al referéndum por poco democrático, por recoger de manera muy restrictiva la pluralidad social, por confundir a los ciudadanos, por encorsetar las opciones o por romper transversalmente con las clientelas y las parroquias de cada partido. Y de ahí algunos han pasado a sugerir que no caigamos en la misma trampa en el futuro y nos dediquemos a votar en las elecciones que regularmente se nos ofrecen, y que sean las instituciones las que decidan por nosotros, que para eso están.

Curiosamente, parece darse una notable coincidencia en que los mecanismos habituales de generar representación y legitimidad democrática no funcionan excesivamente bien en España o Cataluña. Y a menudo se habla de profundización democrática, de procesos de innovación o de mejora en los canales de representación. No es necesario hacer un gran esfuerzo para recordar lo populares que fueron las elecciones primarias en cierta época. Hasta que algunos empezaron a probar la cosa, observando que no siempre lo que las élites suponían que ocurriría acababa pasando. Y a partir de ahí, la novedad pasó a engrosar las reservas del congelador. Puede ser que tras los mediocres resultados en cuanto a la participación política del 20 de febrero ahora le toque el turno de enfriamiento al referéndum.

No creo que nos podamos resignar con cifras de participación política que se sitúen por debajo del 50%, o en el caso de Cataluña, que apenas superen el 40%. No es cierto que el tema europeo siempre genera poco entusiasmo. En nuestra corta historia democrática y en nuestra aún más corta historia de construcción de Europa, la participación nunca llegó a ser tan baja. El descenso ha sido constante e imparable. Del 68,9% de 1987 al actual 42,3%. Elección tras elección, el índice de participación ha ido descendiendo. No es cierto que los referendos siempre tengan baja participación. La corta historia española de este tipo de consultas nos indica lo contrario. Y si miramos lo que ha ido aconteciendo en Europa, las diferencias son aún más notables. En Francia, los referendos de 1972 y 1992 tuvieron niveles de participación del 60% y 70%, respectivamente. En Dinamarca, los seis referendos que llevan sobre temas europeos desde 1972 nunca han bajado del 75% de participación. En el euroescéptica Gran Bretaña el único referéndum celebrado, el del acceso a la UE en 1975, contó con un 64% de participación. De hecho, sólo el referéndum de Irlanda del 2001 sobre el Tratado de Niza registra una participación más baja que la de España el domingo. La participación fue del 35% y ganó el no, lo que obligó a repetir la votación un año después con un índice de participación muy cercano al 50% y esta vez con triunfo del sí.

El tema no es el referéndum. El problema con el que tenemos que enfrentarnos es que no estamos haciendo la construcción europea de manera que implique y active a la gente. Lo decía la propia Comisión de la Unión en 2001 en su Libro Blanco de la gobernanza: "Hoy, los líderes políticos de toda Europa se enfrentan a una paradoja. Por un lado, los europeos les piden que encuentren soluciones a los grandes problemas que tienen planteadas nuestras sociedades. Por otro lado, la gente desconfía cada vez más de las instituciones y de los políticos o simplemente les han dejado de interesar". Las evidencias, informes y datos sobre los problemas que están teniendo las democracias más consolidadas para seguir apuntalando las legitimidades básicas de sus gobernantes llenan hoy estanterías. Y no creo que sea prudente afirmar que basta añadir un poco más de democracia representativa a la salsa para seguir vendiendo el producto. La llamada desafección democrática recorre Europa; sería útil tratar de entender el mensaje de la bajísima participación y buscar líneas de actuación para una mayor implicación ciudadana.

No vamos a descubrir a estas alturas los inconvenientes de los referendos, y más en un país que aún recuerda la manipulación vergonzosa con se aliñaban las consultas franquistas. Y tenemos otros muchos ejemplos, cercanos y lejanos, para llenarnos la boca de los inconvenientes de ese tipo de consulta. Gustavo Zagrebelsky, el que fue magistrado de la Corte Constitucional italiana, tiene un espléndido opúsculo en el que arremete contra las consultas directas, aprovechando el ejemplo de referéndum instantáneo que decidió a quién crucificar, si a Barrabás o a Jesucristo. Pero podemos también arremeter contra esa versión del asunto, trayendo a colación las experiencias constantes y sistemáticas de suizos o norteamericanos, por poner sólo dos ejemplos bien evidentes, aunque bien es cierto que normalmente acometen problemas mucho más definidos que el que nos ocupaba el domingo. Sea como sea, no escurramos el bulto. La culpa no es del referéndum. El problema es la manera elitista, prepotente y opaca con que se está acometiendo el paso de la Europa de los intereses económicos y de la redistribución de riqueza vía fondos estructurales y regionales a una Europa que precisa aliento popular. En el fondo, los que fueron a votar fueron incluso demasiados si atendemos a lo poco que se hizo para discutir los dilemas de fondo que planteaba el texto constitucional. Y si además logramos entender que los votos del sí, los del no y los que votaron en blanco en el fondo son todos votos a favor de las distintas Europas posibles, a lo mejor dejaremos de meternos con el referéndum y discutiremos de verdad hacia dónde queremos ir.

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