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Columna
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El tren de la costa

¿Se imaginan que se suprimieran las vías del tren en la costa del Maresme? Es una gran idea que la Generalitat ha planteado al Ministerio de Fomento: sustituirlas por un trazado subterráneo que convierta el servicio de cercanías en un verdadero metro comarcal (EL PAÍS, 19 de enero). Sería un gran proyecto.

Para los habitantes de la antigua Costa de Llevant -rebautizada Maresme por la división comarcal de la Generalitat republicana- no es necesario decir más. Ni para los usuarios de esta línea, uno de cuyos servicios luce el rótulo Blanes-Aeroport (otro asunto es que Renfe no haya aumentado en tantos años las frecuencias al aeropuerto). Para quienes no la conozcan, vale la pena recordar que es la línea del ferrocarril más antiguo de España, el Barcelona-Mataró, inaugurado en 1844. Y, sin duda, una de las más bellas.

¡Qué lujo para el viajero no dejar de mirar al mar en casi todo el viaje! O, al otro lado, los paseos y centros urbanos de las poblaciones. Placer para la vista y para la mente, pero también lección de geografía física y política. Saliendo de Barcelona, es inevitable recordar que ya se quitaron aquí las vías para la construcción de la Villa Olímpica. Tras el puente sobre el Besòs, el tren no deja de ceñir la playa. Con ahogo, en Sant Adrià y Badalona, con más espacio después de Montgat, doblando la barrera ya de por sí infranqueable de la carretera general, casi tocando el agua. Desde la ventana móvil, el Maresme es un estrecho corredor urbanizado en demasía, incluida la sierra prelitoral, cuya verde ladera se disputan las geometrías artesanales de bosques, cultivos e invernaderos y las más caóticas e irreparables del cemento.

El Estado fue cicatero con el Maresme, al imponer peaje en una autopista que no es más que la imprescindible variante de la congestionada N-II. Desplazar el ferrocarril a un trazado subterráneo en el interior y liberar de esta servidumbre el frente litoral, permitiría bastante más que una mejora de comunicaciones: podría ser la ocasión de repensar esta costa, tan ligada al desarrollo del comercio, la industria, la navegación y el turismo, tan unida a Barcelona, tan activa en lo social y lo económico, tan importante en la demografía y discreta, al parecer, en el ejercicio de una influencia política.

Esconder el tren para hacerlo más útil, en ese nuevo horizonte que se abre para el transporte ferroviario, en aras del equilibrio y de la sostenibilidad del territorio, en aras también de la seguridad y la comodidad de las personas, de eso se trataría. El tren ha sido un privilegio para esta costa, a pesar de las servidumbres, como lo es también para la del sur de Barcelona. La Costa Brava tuvo que conformarse con dos trenecillos, suprimidos hace medio siglo ante el avance imparable del automóvil, y hoy los echa de nuevo en falta. En los artículos en La Veu de Catalunya con que dio nombre a la Costa Brava, Ferran Agulló ya se había lamentado, hace un siglo, de que el tren no hubiera continuado hacia el norte por la costa hasta juntarse en Figueres con la línea de Francia, en lugar de hacerlo con el empalme de Maçanet-Massanes.

Estaremos de verdad ante una nueva edad de oro del ferrocarril si se amplían sus mapas en la proximidad, no sólo con la construcción de los ejes de alta velocidad. La reactivación de la línea Lleida-La Pobla de Segur ha sido una buena noticia. La idea de un ferrocarril catalán transversal anunciada al inicio de esta legislatura es el proyecto que puede dar la talla del cambio político en materia de comunicaciones. Soterrar el tren de la costa del Maresme podría ser un acto político y urbanístico de gran envergadura.

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