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Columna
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La última palabra

Hace unos diez años, el Ayuntamiento de Orense ordenó que sus funcionarios se desembarazasen a manguerazos de los vagabundos que malvivían en el centro de la ciudad, cerca de la catedral. "Son un foco de infección", dijo un portavoz del cabildo, "así que los echaremos de aquí". El pasado mes de enero, el Ayuntamiento de Murcia decidió utilizar a la Policía Local para encarcelar a los inmigrantes subsaharianos que se encontraran en su territorio en situación irregular. Asimismo en enero, el día 17, las máquinas excavadoras llegaron temprano al barrio de la Malva-rosa de Valencia y procedieron al derribo de las primeras casas para abrir el camino de un plan urbanístico municipal cuya decisión final todavía está en los tribunales. Ciento cincuenta personas, pobres de solemnidad, se quedaron en la calle.

Pregunto: ¿cuál es el vínculo que une entre sí las noticias anteriores? Respondo: los tres ayuntamientos están en manos del Partido Popular.

La retórica centrista -hoy olvidada- con la que este partido de propietarios, banqueros, constructores y trepas de cualquier pelaje se presentó ante la sociedad para hacerse con el poder en tiempos de Aznar no impidió que, bajo cuerda, las cosas siguiesen siendo como siempre: el centro democrático sólo fue una patraña publicitaria que en esta Comunidad Valenciana, por ejemplo, ha continuado el expolio del territorio durante una década con total impunidad. Rita Barberá, la muy populista alcaldesa de Valencia, tiene en su haber una trayectoria de absoluto desprecio por los ciudadanos que no comulgan con sus proyectos inmobiliarios. El caso de la Malva-rosa es el más sangriento, pero no el único. La apertura de una avenida que, si Dios no lo remedia -y Dios no ha remediado nunca nada-, prolongará Blasco Ibáñez hasta la playa a cambio de destruir parte de un barrio considerado patrimonio histórico, es en el fondo y en la forma una manera caciquil de regalar varios miles de metros cuadrados de terreno de la ciudad, de excelentísima ubicación, a las mafias del ladrillo, que podrán así seguir construyendo para los ricos a costa de los pobres. La estrategia de Barberá es típica de la derecha: si no puede hacerse con unos terrenos que pertenecen legítimamente a clases populares, se inventa un plan fantasma de mejoras urbanísticas y los expropia por la fuerza. Tras una lucha jurídica encarnizada, el Tribunal Superior de Justicia se rindió en 2004 a los argumentos oligarcas del Ayuntamiento de Valencia, con una apretada votación de ocho votos en contra por once a favor. Según Fernando Flores, profesor de Derecho Constitucional de esta Universidad, los argumentos esgrimidos ante el tribunal por los abogados de doña Rita son como para sonrojar a cualquier estudiante de abogacía. Y, sin embargo, fueron aceptados.

La única esperanza de justicia que ahora les queda a los malvarroseños, que no quieren saber nada de especulaciones inmobiliarias y sólo piden vivir en paz en sus casas, es el Tribunal Supremo. Quién sabe, hace unos meses y contra todo pronóstico, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos le dio la razón a una vecina de esta ciudad que se opuso a otra arbitrariedad de doña Rita. Ojalá los habitantes de la Malva-rosa no hayan dicho aún la última palabra.

www.manueltalens.com

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