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Hernández Pijuan

En los tres edificios del Ayuntamiento de Barcelona se han realizado estos últimos años una serie de modificaciones -reformas arquitectónicas y tecnológicas, modificación de locales antiguos, mejoras en la confortabilidad y la representación- que han sido poco divulgadas y, sobre todo, escasamente enjuiciadas en términos culturales, a pesar de su relevancia ciudadana. Quizá lo más divulgado ha sido la instalación de una inmensa placa fotovoltaica en la azotea del segundo edificio y el derribo de algunas plantas del tercero con la intención de adecuarlo mejor a las volumetrías arquitectónicas del barrio del entorno. Pero muchos ciudadanos desconocen las transformaciones internas, sobre todo en las últimas plantas, donde se ubica una buena parte del nuevo centro de las altas instancias políticas.

El artista tiene abierta una cuidada exposición que puede ser un hito para precisar su actual momento de madurez

La labor del arquitecto Manuel Brullet ha sido difícil y muy meritoria porque poner al día edificios que empezaban a ser obsoletos sin perder lo que quedaba de su identidad requiere una especial inteligencia. No voy a comentar ahora esas obras arquitectónicas. Basta aconsejar a la ciudadanía que las visite y al Ayuntamiento que promueva jornadas de puertas abiertas. En cambio, me interesa llamar la atención sobre un aspecto que puede parecer secundario pero que es muy significativo: la incorporación en el interior de estos edificios de algunas obras de arte de alta calidad, entre las cuales destacan la escultura Preferiria no fer-ho, de Antoni Llena, en el patio central y las intervenciones de Joan Hernández Pijuan en las nuevas salas representativas y de gobierno. En los años ochenta hubo una entrada importante de obras de arte en la Casa Gran -las esculturas del vestíbulo (Rebull, Clarà, Miró, Hugué, etcétera), la sala Ràfols Casamada en la planta baja y, más tarde, el plafón Clavé en el pasillo de la Alcaldía- que, en conjunto y con escasas excepciones, fueron de mejor calidad que las obras de las dos anteriores acumulaciones relativamente meritorias, la del final de la década de 1920 y la de la época de Porcioles. ¿Las discutibles excepciones si somos generosos pueden ser Nogués, Sert, Galí, Obiols, Rogent? Las recientes obras de Llena y Hernández Pijuan marcan, pues, el inicio de otro periodo que espero acertado y floreciente.

La obra de Hernández Pijuan se presta ahora a un comentario oportuno aprovechando la ocasión de que estos días el artista tiene abierta una selecta y cuidadísima exposición en la galería Prats de Barcelona que puede ser un hito importante para precisar el actual momento de su madurez. Los hernández pijuan de estos últimos años indican, realmente, una madurez basada en la capacidad creativa persistente y en la sublimación siempre original y jamás amanerada de algunas de sus constantes, elaboradas y perfeccionadas a lo largo de unos itinerarios muy sofisticados. La austeridad formal y matérica, la escueta repetición geométrica tan presente en sus producciones, ha dado paso estos últimos años a un tema muy sugestivo: el vacío enmarcado, un esquema al que se atribuyen distintas expresiones pictóricas y contenidos muy diversos, y que alcanza inmediatamente un elevado grado emotivo -artístico- seguramente consecuencia de su misma contradicción ensimismada. El vacío se suele explicar de dos maneras: con la materia y con la línea. La materia, a pesar de su potente textura, parece tener sólo una presencia instrumental, como una consecuencia casi artesanal, sin avasallar con su protagonismo. Seguramente por ello, alcanza una tensa calidad plástica. La línea es una obsesión gráfica no individualizada, sino referida siempre a geometrías voluntariamente ingenuas, incluso irónicas, que personalizan el vacío en redes homogéneas o en paralelismos vacilantes. A veces lo perso

nalizan también con refe-rencias a otros vacíos paisajísticos -jardines, claustros- aludidos simplemente por la delineación del plano y el alzado abatido, un esquema que proviene también de algunas experiencias anteriores. El límite del vacío es un factor contundente, sobre todo cuando se define como un marco en el que, a veces, se añade el ornamento de una alteración manual de la propia materia. Y, sobre todo ello, esa extraña presencia de un gusto incontrovertible que en otros artistas podría parecer un recurso extrapictórico, pero que en Hernández Pijuan es un alarde de contención.

Una visita a esta exposición parece, por tanto, muy aconsejable como prólogo a la visita de las obras del Ayuntamiento para comprender mejor, por ejemplo, el gran plafón de cuadrícula incierta en el techo de la gran sala de reuniones, un impacto artístico de primerísima calidad.

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Oriol Bohigas es arquitecto.

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