_
_
_
_
_
Tribuna:CUARTO ANIVERSARIO DE SU ASESINATO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ernest Lluch y el vasquismo a la catalana

Considera el autor que el mensaje cívico y pactista de Ernest Lluch tiene hoy una renovada vigencia en el País Vasco.

Se cumplen cuatro años del asesinato de Ernest Lluch y su mensaje sigue siendo cada vez más relevante en el devenir de la sociedad vasca. El profesor y político catalán nos llegó a conocer muy bien, primero como entusiasta del paisaje y de las delicias del País Vasco, luego acercándose paulatinamente a su gente y, definitivamente, llegando a ser "extranjero sin serlo", como le gustaba decir, parafraseando a un pensador de la Ilustración muy querido por él, hasta convertirse en el donostiarra adoptivo que, en lugar de sustraerse cómodamente a los problemas de sus conciudadanos, se hizo preguntas, se arremangó hasta los codos y se implicó en el drama humano de esta tierra.

Quienes quisimos y recordamos a Lluch, en lugar de seguir haciéndonos la pregunta sin respuesta de por qué le mataron, volvemos a centrar nuestra mayor atención en lo que hoy significa su figura. Efectivamente, a modo de recompensa de los inocentes, conforme pasan los años, el amaine de la tempestad de los sentimientos va dejando paso a una mayor serenidad y a una afirmación de las convicciones que definen su mensaje social y político. Lluch fue un eminente seguidor de esa escuela invisible de intelectuales europeos, a la que pertenecieron, por ejemplo, F. Venturi, N. Bobbio o A. O. Hirschman, y a la que atribuía la máxima responsabilidad en la extensión de la telaraña del pensamiento democrático y reformista durante la segunda mitad del siglo XX. Un pensamiento que era en sí mismo un soplo de aire fresco en una tierra castigada por la violencia totalitaria y cuya trascendencia no hizo sino crecer a medida que transcurrió la década de los noventa y la política vasca se anclaba, de una manera obsesiva y paralizante, en la causa identitaria. En este contexto resultaba especialmente apropiado un ideario no sólo pacificador, sino también caracterizado por preconizar reformas graduales y posibilistas, poco dogmático -Lluch se adhería a un socialismo abierto al liberalismo- y, sobre todo, cívico e integrador, lo cual, en el caso vasco, se traducía en el respeto a la tradicional política pactista.

El profesor y político catalán nos llegó a conocer muy bien y se implicó en el drama humano de esta tierra
Su pensamiento era en sí mismo un soplo de aire fresco en una tierra castigada por la violencia totalitaria

Igualmente decidida fue la apuesta de Lluch por una España territorialmente plural y descentralizada. Esta cuestión le llevó a aproximarse al nacionalismo vasco, pero, a diferencia de éste, sin cuestionar España. Su deseo era que las nacionalidades históricas se comprometieran sin complejos en una reestructuración profunda del Estado. El objetivo de la misma era claro: lograr que las diferentes sensibilidades culturales y nacionales, en lugar de enfrentarse, se transformaran en un instrumento de tolerancia. En esta dirección, la mente de historiador de Lluch le hizo sentirse especialmente cercano a la España compuesta de los Austrias y a sus epígonos austracistas, a cuyo estudio dedicó los últimos años de su vida. A sus ojos, esa España de raíz diversa, aparentemente desvanecida, había permanecido larvada y se había manifestado siempre que las libertades públicas lo habían permitido. La Constitución de 1978 no hacía sino refrendar esta visión, en cuanto que suponía la cristalización de esa vieja manera de ver España y, al mismo tiempo, era un magnífico marco, en sí mismo perfectible, para avanzar de forma gradual y consensuada hacia una posición satisfactoria para las diferentes realidades territoriales.

Precisamente, fue su indiscutible y convencida lealtad constitucional la que le llevó a escudriñar en torno a los bordes de la Norma Básica para tratar de descubrir ideas o posibilidades mal comprendidas y que pudieran resultar útiles para los problemas políticos del presente. Así es como ha de entenderse el interés de Lluch por los "derechos históricos", que compartió entonces con el socialismo vasquista. Ahora bien, lejos de representar una justificación artificiosa de supuestas soberanías originarias o de nuevas competencias transferibles, él los consideraba por encima de todo como un posible camino para lograr la definitiva constitucionalización del nacionalismo democrático, una vía pactada para encontrar nuevos espacios de convivencia comunes entre los nacionalistas y los que no lo son, en última instancia, una salida para que la fractura vasca no condujera a los abismos de tiempos malaventurados no tan lejanos. Y no se trataba de reivindicar el pasado, cuanto de ser riguroso con él para ponerlo al servicio del presente, conforme a un estilo académico de hacer política consistente en hallar en los procesos históricos soluciones que pudieran estar ocultas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

El de Lluch fue un estilo de hacer política muy catalán, más evolucionado de lo que por estos pagos suele darse, por el que se ha logrado un espacio social transversal, de carácter político, cultural, lingüístico y flexiblemente catalanista -donde cabe una amplia y serena latitud de reivindicación nacional-, un espacio de encuentro que en la raquítica sociedad civil vasca está aún por desarrollar y al que Lluch quiso contribuir desde su propia experiencia, tratando de que no se quebrara el entendimiento entre el socialismo vasco y el nacionalismo democrático. Un entendimiento a sus ojos cada vez más perentorio a medida que, a raíz del Acuerdo de Lizarra, el nacionalismo abandonaba la cultura política estatutista, aumentaba su radicalismo y crecía la fractura de la política vasca, hasta el punto de que creyó necesaria su implicación más personal en aras de su sostenimiento.

Un síntoma muy significativo del atrincheramiento al que llegó la política en Euskadi fue el hecho de que comenzara a necesitar de esos agentes fronterizos, conocidos como débrouillards, que en situaciones de conflicto grave logran, de manera soterrada y burlando controles en general infranqueables, mantener un mínimo contacto imprescindible entre los bandos enfrentados; disponiendo de la confianza y de la respetabilidad de los sectores más dispuestos al entendimiento de éstos, pero padeciendo, incluso hasta el asesinato, la acérrima aversión de las facciones criminales que no pueden permitirse ni la más mínima concesión al diálogo. Lluch fue, involuntariamente al comienzo y cada vez más conscientemente, uno de estos débrouillards que ha producido la situación vasca, cuya terrible anomalía alcanzó el grado de impedir a la política cumplir con su función principal de conciliar extremos opuestos. Pese a quien le pese, las últimas elecciones generales han supuesto el fin de la política del débrouillard en el País Vasco, porque el cambio de gobierno no está siendo vano a estos efectos. Y, por esto, podemos volver a recuperar al Lluch primigenio, al luchador por los espacios de concordia.

Desde luego, Lluch estuvo muy lejos de ser el académico ajeno al mundo y encerrado en su torre de marfil. Pudo habérselo permitido, y con reconocida brillantez, pero pesaron más su profunda vocación política y la apuesta moral implicada en ella. Persona polifacética y enormemente curiosa y culta, siempre fue un apasionado del siglo XVIII. La Ilustración era para él sobre todo la apuesta por un reformismo sin tregua a favor de un ideario respetuoso con los derechos humanos, que aún se halla vigente. También le evocaba una honesta actitud de rebeldía intelectual y vital, una rebeldía marcada por el signo de que las elecciones personales siempre incorporan algún tipo de compromiso político o moral, incluso para los indiferentes o los neutrales.

Por eso, su mensaje último resulta más vivo que nunca en este país. Ante todo, más compromiso moral, y después, más democracia cívica, más reformismo gradualista y más pactismo y consenso, desterrando de una vez por todas de la política vasca cualquier tentación de dominación de una parte de la sociedad sobre la otra.

Jesús Astigarraga es profesor universitario y miembro de la Fundaciò Ernest Lluch.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_