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Columna
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Guerra en Gran Vía

"La Gran Vía es Nueva York". Lo dijo el intelectual soviético Ilya Erhenburg, y el escritor madrileño Raúl Guerra Garrido se apropió de la frase para titular una gran novela, grande por extensión, calado y maestría literaria. La Gran Vía es Nueva York es casi una novela río en la que se funden la historia y la anécdota, la crónica y la ficción, y en la que el ingente aporte de datos se diluye en un tumultuoso y ordenado caudal de tramas y escenas interrelacionadas sabiamente entre sí.

En su reseña de Babelia, Ayala-Dip incide en la cualidad "fluvial" de la obra, a la que relaciona con El Danubio, de Claudio Magris. Navegante en tierra, Guerra Garrido traza la cartografía de la gran arteria y de sus afluentes, describe su arquitectura imposible fabricada con materiales de aluvión y sedimentos de estilos y concepciones muy diferentes y casi irreconciliables, del barroco madrileño al funcionalismo neoyorquino, del afrancesamiento pompier a la vanguardia internacional.

Casi un siglo de historia que el autor recorre minuciosamente de los sótanos a los pináculos y de los palacios a los burdeles. Guerra Garrido se introduce en los círculos selectos de la Gran Peña o el Casino Militar y se pierde en los laberínticos edificios de oficinas, compartimentados en cientos de sórdidos cubículos que albergan a minúsculas empresas dedicadas a los más extraños negocios, pernocta en sus grandes hoteles y en pensiones más que dudosas, y devora, con idéntico gusto, exquisitos guisos en banquetes selectos o perritos calientes en una de esas cafeterías bautizadas con nombres de estados norteamericanos como signo de modernidad, en ese instante en el que Madrid trataba de pasar de su ingrata posguerra a otra más prometedora, la de la Segunda Guerra Mundial con el generoso Plan Marshall. Eisenhower, llámame Ike, y Franco desfilando en coche descubierto y a marcha lenta por la Gran Vía que unos años antes habían rebautizado sus vecinos y viandantes como avenida de los Obuses, por los que disparaba el ejército del mismo caudillo que, ventajas del anticomunismo, se alineaba ahora con los vencedores, obviando sus complicidades anteriores con el eje del mal.

Ike y Franco, Hemingway y Arturo Barea y el torero Fortuna, que ajustició a un toro fugado sobre los adoquines más céntricos de Madrid citando con la gabardina desplegada y empuñando en la diestra un sable de reglamento del arma de Caballería, oportunamente proporcionado por un camarero del cercano casino castrense.

Para mayor fortuna, el fotógrafo Alfonso, cronista gráfico imprescindible de más de medio siglo de vida madrileña, pasaba por allí y captó la imagen poderosa que hoy figura en la portada de la novela de Guerra.

El autor también estuvo allí, como el ubicuo fotógrafo, el lector sabe que no pudo ser, porque la narración ocupa una centuria, pero se deja llevar por el encantamiento, por la magia de una prosa envolvente y concisa.

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Guerra Garrido está con los atracadores de la joyería Aldao, el robo del siglo en la Gran Vía, se sienta en Chicote y bucea en las turbias profundidades y promiscuidades de El Abra, escala hasta la cúspide de la Telefónica, visita las tertulias, afina el oído, aguza la vista, husmea y sigue la pista de historias inverosímiles y reales, ata la fábula con la crónica y enlaza la trama con los múltiples hilos de vidas marcadas por la intriga y la tragedia, el amor y el erotismo, la picaresca y el crimen.

Viñetas fascinantes como la de la prostituta que con su inaudito desnudo quebró el espejo del Comedor del Casino Militar, haciendo añicos las severas costumbres de un cenáculo exclusivamente masculino y provocando más de un amago de ataque cardiaco entre los mílites a la hora sobria y puritana del desayuno.

Si la Gran Vía es Nueva York, la deslumbrante novela de Raúl Guerra Garrido sería a Madrid lo que para la Gran Manzana fue el Manhattan Transfer de John Dos Passos. Me lo hace ver otro escritor, mi amigo Juan Madrid, y los dos coincidimos, a los dos nos hubiera gustado escribir esta novela, la gran novela de la Gran Vía.

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