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Columna
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La voz

Cuando me enteré de que Matías Prats, andaluz de pro, había dejado de existir, pensé que con él o sobre él se marchaba una voz: porque él había pasado a convertirse en el recipiente o la envoltura de aquel ectoplasma, su voz, tan natural y obligatorio para las ondas sonoras como el césped en el parque o la angustia del amor. Pensé que con la voz se marchaba un cargamento de palabras, porque es en ella donde las palabras tienen su vehículo: y recordé aquel verso de Georg Trakl, poeta austriaco, que tanto citaba Heidegger para darse tono, "ninguna cosa sea donde falte la palabra". El día después de su despedida, vi a Matías Prats en una entrevista concedida a Canal Plus hacía algunos años, y le escuché alabar el poder de ese arma hecha de viento y bronce, que sirve al hombre para domar caballos e imitar a los ángeles. Él, decía Prats, se había dado cuenta desde muy pequeño del valor de la voz, y muy temprano aprendió a imponerse a quienes le rodeaban no por el recurso a la fuerza bruta o al chantaje, que son los métodos elegidos habitualmente por el salvajismo de la juventud, sino a través de la palabra. La voz, la palabra: Matías Prats fue uno de los pioneros en España de esa forma de arte que asociamos a la radio, un aparato que enciendo ahora en la soledad de mi escritorio para evitar que las horas se dilaten o al que invito a acompañarme siempre que debo emprender una larga travesía en coche. De las muchas innovaciones que ha aportado la tecnología a nuestras vidas, algunas francamente explosivas cuando no violentas, la radio conserva un civismo y una tibieza que la acercan al rango de las mascotas o a los prójimos de carne y hueso con que nos cruzamos día a día del autobús al mostrador del banco: la única máquina que conozco cuya utilidad no se agota en exterminar, emporcar la naturaleza o volver impúdicamente más ricos a los que ya lo son es este inocuo pedazo de metal que vibra sobre mi estantería, con todo el calor de una presencia amiga que busca mi proximidad y me confiesa sus anhelos y extravíos. Tal vez la radio es el más humano de los electrodomésticos porque está dotado de voz.

Resulta imposible minusvalorar la importancia de ese aire surcado de escalas en la historia de lo que somos: porque la voz es garantía de veracidad, ordena y sanciona, y puede volver prodigioso o terrible cualquier objeto con la sola fuerza de su concurso. Somos una voz; la voz silenciosa que fluctúa interiormente por los meandros de nuestra alma, esa que Joyce retrató sin inhibiciones en su Ulises para que los críticos le adjudicaran el título pedante de stream of conciousness; la voz acongojada que entona el prisionero en el fondo de su celda, que elevaba Edmond Dantés en el castillo de If para creerse menos condenado; la voz del tamaño de un volcán que aleccionó a Moisés en el Sinaí y ensordeció a Caín mientras huía. Cuántas veces

no hemos descolgado el teléfono deseando oír una voz que ya no puede sonar para nosotros, una voz de la que somos huérfanos: porque cuando una voz se esfuma para siempre en el aire, como ahora ésta de Matías Prats, el mundo se vuelve más estrecho y oscuro y es más incierto. El universo depende de nuestro idioma como la puerta se debe al picaporte y el zapato al lazo; como sabía Trakl, no hay cosas donde faltan las palabras, sólo barro.

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