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IDA y VUELTA
Columna
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Viaje barato

Londres es La Meca de los viajes baratos. Con la revolución de tarifas de las compañías aéreas, todo el mundo comenta que ir a Londres en avión es más barato que desplazarse en taxi desde El Corte Inglés de Diagonal a, pongamos, el club Saratoga de Castelldefels. No es el único tópico que arrastra esta ciudad. Tambien se suele decir que se come fatal y que sólo te puedes fiar de los restaurantes chinos, indios o paquistaníes, aunque este viejo cliché ha sido desbancado por uno nuevo según el cual eso de que se come mal es un tópico ya superado (los tópicos, como los polos idénticos, se repelen). Por mi parte, cuando siento deseos de viajar barato a Londres leo los libros de dos grandes maestros del periodismo, de José Martí Gómez, El corazón inglés; de Enric González, Historias de Londres. Si el deseo persiste, entonces me voy a dar una vuelta por la calle de Londres. Es un remedio un poco absurdo, lo admito, pero el Eixample permite matar la morriña de, entre otros lugares fantásticos, París, el Rosellón, Buenos Aires, Mallorca, Valencia, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Córcega por la vía del nomenclátor y sin gastar demasiado.

Por supuesto que la calle de Londres no es tan espectacular como la capital de Inglaterra. Aquí no existen prodigios arquitectónicos diseñados por Waters o por Foster, ni bares como el Bishop, frecuentado por lores de oscura doble vida; ni circulan taxis majestuosos dignos de transportar incluso a ese príncipe Carlos que hace poco se subió a uno por primera vez en su vida; ni existen inmensas extensiones de parques civilizados con exhibicionistas de bombín y gabardina. Tampoco hay preciosos estadios de fútbol ni tiendas especializadas en paraguas o sombreros; pero, salvando las distancias, la de Londres es una calle que incluye algunas paradas obligatorias. A saber: el restaurante Casimiro, el sex-shop Big-Ben, una tienda de jamones y un concesionario de la Mercedes. Las otras paradas son más optativas: el London's Bar, el hospital del Sagrat Cor, las escuelas IPSE y Sagrada Familia, un muro con graffiti, el edificio de la Mutua de Propietarios, un tapicero, varias sucursales de entidades bancarias y un montón de cafeterías. Si te concentras y te detienes en el semáforo de Londres con la avenida de Sarrià, allí donde un veterano mendigo ofrece pañuelos de papel a los sudorosos conductores, se te puede aparecer el fantasma del periodista y viajero excepcional llamado Albert Londres (1884-1932). Cuenta con muchos seguidores y fue uno de los primeros ejemplos de corresponsal de trinchera y hospital de campaña en unos tiempos en los que cubrir conflictos bélicos requería mucho coraje y vocación. El tal Londres la tuvo, aunque, pese a su apellido, no consta que visitara nunca Londres, ni en calidad de turista ni de corresponsal. Sí estuvo en Marsella, China, los Balcanes (sus crónicas sobre Macedonia son espléndidas), el Congo, la India, Indochina, Palestina, Argentina e incluso en un manicomio, que visitó como reportero y no como paciente. Sus reportajes son un ejemplo de intención y de cómo una visión abiertamente subjetiva puede transformarse en espejo objetivo si se respetan unos mínimos principios de veracidad, humildad y rigor. Cuando el periódico que le había contratado le dijo que uno de sus reportajes no coincidía con la línea de la empresa, cuentan que Londres respondió: "Un periodista sólo cónoce una línea: la del ferrocarril". Pese a tener un especial cariño por el ferrocarril, Londres acabó sus días de un modo trágico, a bordo de un barco que fue pasto de las llamas, en un incendio del que nadie supo jamás si fue fortuito o provocado.

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