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¿Irremediablemente instalados en el capitalismo?

Las teorías acerca de la imposibilidad del socialismo no son nuevas, son tan viejas como las propias propuestas societarias. Apenas los primeros socialistas, en respuesta a la economía política liberal, comenzaron a esbozar la nueva ciencia social, cuando filántropos, utilitaristas, moralistas, clérigos, en fin, la flor y nata de la buena sociedad, levantaron su voz contra las utopías irrealizables, hasta el punto de identificar a los socialistas con los forjadores de quimeras. Fueron, sin embargo, los economistas austriacos, los seguidores de la escuela iniciada por Carl Menger, quienes, tras la Revolución rusa, formularon un argumento económico que consideraron irrefutable para demostrar la imposibilidad del socialismo. Los socialistas pretenden la cuadratura del círculo, decían, pues tratan por una parte de planificar la economía y de disciplinar al mercado, pero no cabe un conocimiento de los precios, ni un mapa del desarrollo económico, más que en un régimen de libertad económica plena. Dicho en otros términos, la dinámica económica de un país únicamente se expresa a través de la libre elección de productores y de consumidores en el marco de una sociedad de mercado que el proyecto socialdemócrata pretende absurdamente combatir.

La retórica dogmática de los austriacos no ha cesado de prodigarse hasta convertirse en nuestros días en una especie de cantinela que suena en los recintos universitarios, en los consejos de administración de las multinacionales, en la prensa económica y hasta en los programas de la telebasura. Friedrich Hayek, en Camino de servidumbre, intentó proporcionar una lógica a la vieja racionalidad económica liberal que ha llegado a monopolizar la ciencia económica para terminar por convertirla en una economía sin sociedad. Al grito de "fuera del mercado no hay salvación", tecnócratas con la piel curtida por el humo de cien batallas entabladas contra los intereses del trabajo han emprendido una cruzada contra el Estado social que en términos generales se resume en una sola propuesta: liberalizar.

Karl Polanyi ha mostrado con claridad que el credo liberal reposa en una ficción que genera sin cesar sufrimientos y desarraigo, la ficción que hace de la tierra, de los seres humanos y del dinero meras mercancías susceptibles de ser compradas y vendidas libremente en el mercado. En contrapartida, la fuerza de la socialdemocracia radica precisamente en que frente a esa mercantilización de lo que no debería ser cosificado ha hecho de un derecho de humanidad la fuerza y la palanca para pensar y construir una sociedad alternativa. La socialdemocracia propone una sociedad no capitalista, pues frente al egoísmo y el afán de lucro cabe una sociedad articulada por el valor de la solidaridad entre todos los seres humanos.

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¿Cómo desarrollar a escala nacional e internacional proyectos políticos centrados en la solidaridad que permitan imponer reglas a un mercado capitalista cada vez más globalizado? Las respuestas no pueden ser simples, pues la realidad es compleja, pero todo parece indicar que la alternativa pasa por la necesidad de construir un Estado social a la vez activo y estratégico. El Estado social, tal y como se materializó en Europa tras la derrota del nacionalsocialismo y del fascismo, es una conquista histórica, fruto de un compromiso entre las clases, que permitió disciplinar al capitalismo mediante el desarrollo de la propiedad social. El modelo, en sus diferentes versiones, no es únicamente fruto de la socialdemocracia y dista de ser perfecto, pero enterrarlo prematuramente, como acaba de proponer Ignacio Sotelo en su artículo Una nueva política social (EL PAÍS, 30-06-2004), parece una irresponsabilidad.

Formo parte del enorme grupo de admiradores de la inteligencia y solidez de los análisis sociopolíticos del profesor Sotelo. Comparto su opinión de que ni la historia se repite ni el mundo progresa hacia el bien y la justicia, pero, si no queremos convertirnos en las marionetas de una dinámica histórica incontrolada, tenemos que intentar construir un mundo posible que avance hacia el bien y la justicia a partir de la reflexión y de la conciencia colectiva, una conciencia inevitablemente marcada por esfuerzos y luchas de millones de conciencias socialdemócratas. Sotelo asegura sin proporcionar pruebas, como lo hacía recientemente aunque con menor rotundidad Pierre Rossanvallon en una entrevista en este mismo diario, que la socialdemocracia ha sido arrojada al basurero de la historia, que el modelo socialdemócrata se ha hundido de forma irreversible y que estamos instalados ya irremediablemente en el capitalismo. Oficia no sólo de enterrador del socialismo y del Estado social, asume también el ingrato papel de ser el heraldo de las malas noticias relativas a Europa: no cabe la menor operación que ponga en tela de juicio el capitalismo.

La historia, como la vida, da muchas vueltas y no está definitivamente cerrada. Incluso en la actualidad, cuando las fuerzas del capital tratan de imponer su hegemonía, no todo está escrito, pues la voluntad de la mayoría de los gobiernos, presionados por la mayoría de los ciudadanos, puede conducir hacia un cambio social progresista. Es posible, por ejemplo, controlar los flujos especulativos del capital, abolir los paraísos fiscales, frenar la voracidad bancaria -con sus comisiones leoninas toleradas por el Banco de España-, atribuir nuevos derechos a los trabajadores para combatir el trabajo precario, avanzar hacia formas de fiscalidad más equitativas, en fin, favorecer una redistribución más justa de la riqueza que ponga freno a la creciente desigualdad entre las naciones y entre las regiones, entre los pobres y los ricos.

Frente a lo que opina Ignacio Sotelo, el Estado social no se ha derrumbado en Europa. La escuela pública, la sanidad pública, las viviendas sociales, los museos y las bibliotecas, los ferrocarriles, la televisión pública, los bienes históricos y culturales, la seguridad social y la legislación social continúan siendo, en una buena parte de los países europeos, un patrimonio colectivo destinado a proteger a la sociedad de la voracidad y la insolidaridad del mercado autorregulado. Sin duda las instituciones públicas son manifiestamente mejorables. Sin duda perviven la ineficacia, el despilfarro y la desidia en el uso de los bienes de propiedad social. Es preciso dignificar la función pública, convertirla en un auténtico servicio público. Es necesario agilizar el funcionamiento de las instituciones y democratizarlas en nombre de un derecho universal a la ciudadanía. La lógica mercantil del sálvese el que pueda nos retrotrae hoy a situaciones propias del capitalismo manchesteriano. De todo ello, sin embargo, no se deduce la sacralización del presente como si realmente estuviésemos instalados irremediablemente en el más allá de la historia. Otro mundo es posible, y en buena medida sólo haremos posible un mundo mejor si realmente creemos en la posibilidad de cambiar todo lo que hay de intolerablemente injusto en nuestra presente realidad social. Para favorecer el cambio no es suficiente un gobierno, se precisa el concurso de los movimientos sociales, así como el compromiso responsable de los ciudadanos y de las instituciones internacionales. Pero para cambiar se necesita también la legitimidad que proporcionan a la vez la razón y la historia al proyecto socialdemócrata. Los seres humanos no son cosas, la tierra, es decir, los bosques, los ríos, la fauna y la flora, no son mercancías de usar y tirar. La solidaridad, basada en la razón, en la ilustración y en siglos de luchas protagonizadas por héroes sin nombre avanzará frente a la religión del egoísmo para evitar que el fundamentalismo capitalista nos conduzca una vez más al borde de la barbarie.

Fernando Álvarez-Uría es profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense.

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