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Columna
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Cataluña en Europa

La nueva Constitución dota de nuevos instrumentos al Comité de las Regiones y otorga a idiomas como el catalán un estatuto que puede desarrollarse más para reconocerle el "derecho de petición", tanto en la UE como en España

Xavier Vidal-Folch

Contrariamente a lo que sostienen los ignaros, los casandras y los numerosos afiliados al sindicato de los tristes con la reciente Constitución, Cataluña da dos pasos sustantivos en su presencia dentro de la Unión Europea (UE). No deben olvidarlo los euroescépticos de nuevo cuño que parecen proliferar en estos lares, aunque sea bajo envoltorio retórico supereuropeísta, esa manera aparentemente digna de coincidir en la práctica, sin que lo parezca en el discurso, con los planteamientos thatcherianos y aznaristas.

Como región de personalidad y empuje característicos, Cataluña fue uno de los motores creadores del Comité de las Regiones. De la mano de Jordi Pujol, este país (y otros territorios) pugnaba por un protagonismo europeo. El presidente de la Comisión, Jacques Delors, pretendía facilitar una mayor proximidad de Bruselas con los entes vivos de Europa, así como compensar el excesivo peso de los Gobiernos. Los länder alemanes ya clamaban contra la absorción de algunas de sus competencias a manos de las estructuras comunitarias. El resultado de este triple envite se plasmó en el Tratado de Maastricht, que en 1992 creó dicho comité. Significativamente, lo han presidido tanto Pujol como Pasqual Maragall.

Pues bien, ahora el texto del Tratado constitucional institucionaliza mejor y da nuevos instrumentos al Comité de las Regiones, así como a sus componentes, unos entes que ejecutan alrededor del 70% de los programas comunitarios.

Lo hace mediante cuatro medidas. Primera, de reconocimiento, puesto que por vez primera se menciona en un texto de este inédito calibre la autonomía de las regiones. Segunda, normativa, pues se aplica la subsidiariedad (principio de mayor proximidad al ciudadano como criterio para atribuir las competencias a una u otra Administración) de forma que se obliga a la Comisión a "tener en cuenta" la dimensión regional de la Unión cuando ponga en marcha una iniciativa legislativa. Tercera, parlamentaria, pues se establece la posibilidad de consulta de los parlamentos nacionales a los regionales que disponen de capacidad legislativa acerca de iniciativas de Bruselas que puedan involucrar su actividad o competencias. Y cuarta, se otorga al Comité de las Regiones la capacidad de recurrir ante el Tribunal de Luxemburgo, que vigila la actuación de las instituciones comunes.

Es verdad que los campeones del europeísmo pedían más y que los nacionalismos estatalistas les podaron las alas. Así, el Informe de Giorgio Napolitano al Parlamento Europeo (4 de diciembre de 2002) pedía para las regiones dotadas de competencia legislativa un "derecho de recurso" individual al tribunal, así como un compromiso de los Estados de defender judicialmente a sus regiones que resultasen "afectadas en sus prerrogativas por un acto comunitario". Más exigente aún, Alain Lamassoure pretendió (6 de febrero de 2002) crear un "estatuto" de "regiones asociadas" de la Unión, que se beneficiarían además de un derecho de consulta.

Se ha registrado así la secuencia típica de la construcción europea: propuesta ambiciosa, enseguida rebajada por alguien (normalmente los Gobiernos, tópicamente el británico), pero que en su versión más modesta se abre paso y rotura así la vuelta a la ambición original. Sucedió con el llamado Protocolo Social, del que Londres se excluyó; sucedió con la Carta de Derechos Fundamentales, que figuraba como Declaración en el Tratado de Niza y finalmente se incardina ahora en el texto del Tratado...

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Otrosí ocurrirá con el estatuto del idioma catalán.

La primera vez que se presentó institucionalmente (fue en la Eurocámara) una propuesta para oficializar la lengua catalana (y otras minoritarias) en la Europa comunitaria fue formulada por el entonces eurodiputado socialista Xavier Rubert de Ventós, al poco de la adhesión española a la entonces CEE: diciembre de 1986. Cosechó aplausos, pero una suerte, al fin, manifiestamente mejorable.

No ha sido hasta ahora que un Gobierno español ha lanzado y defendido esta propuesta en una Conferencia Intergubernamental (las que reforman el Tratado): no se planteó en las de Amsterdam (1997) ni de Niza (2001), bajo mandatos de José María Aznar y de Jordi Pujol, lo que hubiera servido al menos para que los demás socios se familiarizasen con la idea.

Para más inri, se ha planteado en el peor momento (el único posible, ya con José Luis Rodríguez Zapatero en La Moncloa), cuando el texto de la Constitución estaba prácticamente cerrado salvo en las cuestiones de reparto del poder, y cuando la ampliación al Este incorpora nueve lenguas oficiales más, con lo que suman 20, lo que ha dado vértigo a más de uno. A primera vista, el acuerdo alcanzado es sobre todo simbólico, pero no por ello debiera ser minimizado, especialmente por los más sensibles a los simbolismos identitarios: el Tratado constitucional podrá ser traducido oficialmente al catalán y depositado en el Consejo, así como a otras lenguas. Con las condiciones (hábilmente tejidas por la diplomacia española para evitar suspicacias o votos en contra, que la UE es también alquimia) de que sean cooficiales en todo el territorio de un Estado miembro o en parte de él (lo que no se aplica al ruso, ni al bretón, ni al corso); sobre base voluntaria (a petición del Estado miembro), y con un calendario aconsejado de seis meses desde la firma del Tratado (para evitar la reapertura continua de la nómina de lenguas).

El Gobierno no ha conseguido, pese a su empeño, que se reconozca el "derecho de petición" a las instituciones comunitarias en estas lenguas: en suma, la capacidad de dirigirse a ellas en catalán, y obtener respuesta en el mismo idioma. Se trata de un precedente extraordinario -en el que pocos, ¡ay!, se han fijado- para la aplicación del plurilingüismo a nivel interno, porque ¿acaso lo que se propugna para la Unión no es predicable para España?

Zapatero no logró aún la mayor. Pero a cambio, ha obtenido una declaración por la que la mencionada traduccción contribuye a lograr que la Unión "respete su diversidad cultural y lingüística". Y abre paso a nuevos desarrollos, al confirmar que la UE "está comprometida" con esa diversidad en concreto y le "seguirá prestando una atención especial". Es un camino que explorar, "un buen paraguas para pedir luego medidas de fomento", entre otras cosas, como destaca uno de nuestros más calificados diplomáticos. También en el Acta de adhesión de España (1985) se incluyó una modesta declaración, de valor más político que jurídico, sobre las relaciones Europa-América Latina: nueve años después se aprobaba en Bruselas una estrategia latinoamericanista que ha permitido firmar sendos tratados con Mercosur, Chile y México.

Para valorar el resultado obtenido, conviene recordar que se ha fraguado a toda velocidad, en términos comunitarios. La Unión cabalga a pequeños pasos, a veces magmáticos y desesperantes, pero llega siempre. El primer informe sobre la unión monetaria (de Pierre Werner) lleva fecha de 1970: ¡debieron transcurrir 30 años para que naciese el euro! Este ejemplo sólo ilustra la comparación de velocidades. Que no cunda el pánico: la muy compleja armonización de la fiscalidad sobre el ahorro tardó seis años. Y la dotación del fondo de cohesión previsto en el Tratado de Maastricht, de 7 de febrero de 1992, se acordó sólo unos meses después, en la cumbre de Edimburgo (12 de diciembre del mismo año), incluso antes de que entrase en vigor el propio Tratado, en noviembre de 1993.

De modo que la Constitución establece nuevos instrumentos, jurídicos y lingüísticos, que permiten canalizar iniciativas para desarrollar progresivamente los acuerdos alcanzados. Con este texto, a partir de él, se puede trabajar. Sólo se requiere un poco de habilidad, bastante tesón, y la capacidad de fraguar complicidades. Y no romper infantilmente la baraja de la Constitución porque no se hayan obtenido de un plumazo todos los ases que se pretendían.

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