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LA CRÓNICA
Columna
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Tradición y modernidad

Allá por el final de los años sesenta del pasado siglo vivía en la ciudad de Barcelona, en el noroeste de España, un simpático y honrado muchacho que atendía por el nombre de Jordi Clos. Era hijo de un hombre que había estado en la cárcel por haber perdido una guerra y en su familia se vivía con dignidad y estrecheces a partes iguales. Jordi había estudiado en un colegio de padres curas, aprovechando becas y obteniendo dispensas. Poco rastro, sin embargo, quedaba de aquellos años que el niño vivió con impaciencia, esperando que pasaran, como quien en un tren ve las estaciones y en cada una cuenta las que faltan hasta el destino, que era el de hacerse hombre. De hecho, el recuerdo más vivaz de la escuela, e importante y significativo por lo que se verá, era el trabajo con buena letra y fotografías recortadas que había realizado en uno de los cursos y que trataba sobre el antiguo y fascinante Egipto. Trabajo que escogió como pudo escoger cualquier otro, así la Antigua Grecia o el Imperio Romano, que otros entre sus compañeros eligieron, y que quién sabe si también acabaría marcando sus vidas.

Como seguramente los estudios hacían más lento el ritmo del tren donde viajaba, Jordi, en cuanto se vio manejando las cuatro reglas, prefirió dejarlos. No se puede decir que la familia no lo agradeciera. Fue así, con 19 años, como entró a trabajar de botones en una empresa inmobiliaria. La palabra botones había nacido, como él, en pleno siglo XX y se aplicaba a los muchachos que hacían recados, uniformados generalmente con una prieta y regia botonadura. Trabajaba bastantes horas, pero pronto duplicó el horario ocupándose en el suplemento de labores de compra y venta de pisos por las que cobraba comisiones. Empezó a reunir dinero y aún más trabajo. Cuando el dinero y el trabajo se acoplan bien la atracción es irresistible y es lo mismo que un hombre y una mujer, con todas sus variantes.

Pasaron los días y los meses y Jordi Clos ya era el dueño de una empresa dedicada a la fabricación de muebles, muy modernos, que mezclaban con acierto el design y el disseny. Pasaron, incluso, los años, y ya tuvo la propiedad de un hotel en Barcelona. Y llegó, con sus galas, 1985. Se conoce el engrandecimiento de un hombre sobre la tierra menos por su tamaño propio, que por el que va adquiriendo, cada vez más empequeñecido, lo que mira. Se dijo que quería tener un palacio. Un gran palacio en la ciudad, que acogiera a sus huéspedes. Lo quería viejo y nuevo a la vez. ¿Por qué tal capricho? No es largo de explicar. Era todavía muy joven: 35 años. Pero una edad es lo que la edad lleva dentro y no cuánto mide. Lo cierto es que ya tenía una idea de la felicidad. La felicidad, dicho en prosa Myrga, era un trozo de melancolía incrustado en el presente, y puesto a vivir. El presente, sin melancolía, no sabía por dónde cogerlo: aire. Y la melancolía, sin presente, le parecía una tuberculosis. Es así que cuando vio el palacio Vedruna, en la esquina de Pau Claris con la calle de Valencia, supo que el viejo caserón de los marqueses de Villapadierna, vaciado, rebañado e incrustado en una pantalla de cristal le haría feliz.

Hasta encontrarlo, el camino no había sido fácil. Durante casi dos años había recorrido la ciudad y muchas ruinas secretas. Se había encarado con soleadas decadencias y alguna altivez muy lóbrega. Agujeros y paredes arrancadas. Burgueses y aristócratas que, cercados por el fuego del dinero, no tenían mayor inconveniente en darse la muerte del escorpión y renunciar al trato. Ahora había encontrado el palacio y los marqueses se lo habían vendido. Con sus 14 inquilinos.

Él, en persona, iba a verles. Ya era rico y podía haber delegado el ingrato trabajo. Pero el placer no se delega. Solía ir por las mañanas, y luego por las noches, aprovechando cuando las familias estaban reunidas, como un viajante. Los fue convenciendo. Incluso a Herminia, de la tienda de modas, que vendió los primeros Chanel y Christian Dior que hubo en Barcelona, y que años después venía a desayunar al Claris porque no sabía vivir sin su esquina. Pero el hotelero se atascó en una tiendecilla dedicada a la cerámica popular. No se iban.

En la tienda vigilaba un terrible doberman. Cuando él llegaba con la última oferta, la primera respuesta era la del perro. Una mañana le desgarró los pantalones. Otra, Jordi Clos vio, claramente, que le estaba amenazando de muerte. Dejó de ir a la tienda. El arquitecto Oriol Bohigas, de la razón social El Príncipe y el Arquitecto, SA, era el encargado de hacer la reforma del viejo palacio. Jordi Clos le dijo que el doberman no se iba y que metiera la tiendecilla en los planos. Construiría el hotel. Iba a construir el hotel, y el hotel Claris tendría empotrada una tiendecilla de 20 metros cuadrados dedicada a la cerámica popular. Así lo encargo y así se haría. Pero cuando se vio diseñado en los planos, el doberman se asustó. Nada peor que un zoológico para una fiera de verdad.

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En 1992 se inauguró el hotel. Tenía secretos. Un total de 20 kilómetros de molduras, en piedra tallada. Los había contado Bohigas. Y tenía una singularidad: la sala que exhibía su colección personal de antigüedades egipcias que hoy, muy crecidas, forman uno de los más encantadores museos privados del mundo. Mucho más que el aristócrata, macerado en la continuidad, es el tipo que se hace a sí mismo el que conoce el valor del tiempo.

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