Sin papeles
He leído en este diario que casi doscientos profesores de la enseñanza pública pasarán el curso que viene al paro "por no saber euskera".
Mi amiga María es una de ellos, y se ha enfadado mucho al leerlo, porque ella sabe euskera desde niña. Pero no le sirve de nada porque carece de un papel que declare su "competencia lingüística". Veinte años después, va a ser excluida de la docencia y no por falta de conocimientos para comunicarse en euskera con sus alumnos, a los que, por cierto, enseña inglés. Es que no superó el examen de unos cursos oficiales gestionados por una conocida empresa privada. Nunca le han evaluado sobre los recursos lingüísticos que aplica en su experiencia docente. En el "Irale" se han empeñado en hacerle experta en bertsolarismo y en la redacción de retorcidas instancias a la administración. Según me cuenta, le parece encontrarse en una escuela de funcionarios de la dinastía Ming. Aquéllos imponían la perfección en la caligrafía mandarín. Y estos nuevos burócratas anclan su poder en el dominio de los tiempos de la conjugación perifrástica y de lo políticamente correcto que ellos llaman "lo adecuado".
Siguiendo con los chinos, el razonamiento adopta el siguiente recorrido: María es una vacoparlante que enseña en su euskera materno y que ha sido declarada incompetente para enseñar en la neolengua nacional de Euskal Herria. Porque la declaración de competencia en el euskera nacional no guarda relación con la sociología lingüística sino con un acto de poder suscrito por un Lehendakari neohablante. Y materializado en clase por una especie de experto calígrafo chino, que sabe todo acerca de nada. Catedrático del infinito vacío. Una pompa de jabón henchida de vanidad.
- Qué manía te ha dado con los chinos-. Me dice Bittor.
- Al contrario. Por Confucio sé que la estupidez alcanzaba entonces cotas que hoy parecen insuperables. Pero en ello estamos; construyendo nuestra propia muralla china. Que, frente a lo que algunos creen, no es tanto para separarnos de España como para separar a unos vascos de otros.
Durante la Transición María y yo nos manifestábamos a favor del empleo y aprendizaje voluntario del euskera. Era una seña de identidad social. Su importancia se la daba la mayoría política que había incluido en el pacto constitucional la aspiración de que Euskadi llegara a ser, sin imposiciones, una sociedad bilingüe con el español. Los monolingüistas eran, entonces, la derecha autoritaria.
Ahora el euskera se ha transfigurado en un conjunto de arauas que penden sobre nuestras cabezas de forma permanentemente examinadora. Para muchos ha dejado de ser un derecho para convertirse en un papel exigido para ganarse la vida. Y para conseguirlo, estos euskaldunes sin papeles habrán de atravesar en patera el río Aqueronte, conducidos por un barquero de adusta mirada que vigilará para que no osen partirse de risa.
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