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Tribuna:LAS CRISIS EMPRESARIALES
Tribuna
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Escándalos financieros, o la confianza del paciente forastero

Afirmaba en 1898 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos que cuando un ciudadano se encuentra desamparado en una ciudad extraña y necesita atención médica, aunque los nombres de los doctores de la guía profesional serían todos extraños para él, tiene "el derecho a poder elegir cualquiera de ellos, con la seguridad de que, al hacerlo, habría encontrado un individuo merecedor del extremo grado de confianza y confidencialidad que debe existir entre el doctor y su paciente" (Hawker vs New York).

La progresiva mundializa- ción de nuestras sociedades y unas relaciones profesionales cada vez más despersonalizadas están convirtiendo al ciudadano en una suerte de paciente forastero, que apenas nada conoce del prestador de servicios. Los escándalos que han afectado al sector financiero, en distintos países y con implicación de diversas profesiones, aconsejan un poco de reflexión si queremos afrontar, con sinceridad, el reto de evitar su repetición. No sería bueno que deslumbrados por las magnitudes de los casos Enron o Parmalat nos olvidáramos de nuestros más modestos asuntos -nada menores, por cierto, para quienes los han sufrido en sus patrimonios-, pues más vale aplicarse también aquí y no optar por un distanciamiento complaciente.

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Muy diversos son los factores que han conducido a esta sucesión de crisis empresariales. Algunos han sido apuntados en una resolución del Parlamento Europeo con ocasión del caso Parmalat, en la que se subrayan los cada vez mayores riesgos que asumen los agentes de los mercados financieros. Pero en la que se echa en falta un recuerdo al consumidor forastero de sus servicios.

Falta de transparencia y conflictos de intereses son algunas de las causas de estos escándalos. Pero no debería obviarse que en ellos aparece un elemento común: el comportamiento deshonesto de algunos profesionales. No es que éstos afrontaran riesgos excesivos o con alto grado de imprudencia, sino que abiertamente violaron las pautas de conducta de un buen profesional. Acumulándose, además, fallos sucesivos sin que los controles o contrapesos del sistema funcionaran: inversores ambiciosos contratan a gestores poco escrupulosos, los auditores de cuentas no cumplen su función presionados por otros intereses en conflicto y, al final, el supervisor público no tiene instrumentos con los que reaccionar, o no los puede o quiere emplear.

En lo referido al ejercicio de cualificadas profesiones hemos asistido en las dos últimas décadas a una modalidad regulatoria que puso el acento en un menor intervencionismo público y un mayor protagonismo de los sujetos regulados. Apuesta, en suma, por la autorregulación y mayor confianza en el profesional.

Lo que parece haber pasado inadvertido es que el crédito otorgado a los profesionales no puede fundarse sobre una fe ciega en los individuos. Afianzar esa confianza demanda del colectivo profesional y de los poderes públicos, tal como avalaba ya en 1898 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, un esfuerzo por garantizar que no acceden al ejercicio de una actividad aquellos sujetos que no son merecedores de aquélla. No por casualidad, este nuevo enfoque normativo incluía algún componente que ha sido poco valorado: la exigencia de honorabilidad o buena conducta como condición de acceso y permanencia en la profesión. Algo que, por otra parte, no era ajeno a nuestras tradiciones jurídicas, pues ya en 1435 se exigía en Castilla "ser persona de buena fama" para ser autorizado como banquero o cambiador público.

A este último aspecto me quería referir aquí, en estos momentos de replanteamiento del marco jurídico, para llamar la atención sobre la necesidad de renovar el interés por este elemento. No pretendo otorgar a esta cuestión más relevancia de la debida en las recientes crisis o escándalos, pero sí llamar la atención sobre la vertiente del problema que atañe a sus protagonistas y, sobre todo, de manifestar el descuido que este aspecto ha venido recibiendo en el conjunto de los dispositivos neorreguladores. Como si la calidad ética de los profesionales o el modo en que ejercen fueran cosa de menor importancia.

Me parece que a estas alturas nadie duda que en un caso como el de Gescartera -con independencia de si allí se hizo o no una aplicación correcta de la ley, o si ésta tenía lagunas- no debiera otorgarse la autorización de agencia de valores a una entidad a la que aparecen vinculadas personas sancionadas previamente por infracciones graves como prestadores de servicios análogos.

Sobrevienen los escándalos y el ciudadano se pregunta qué es lo que ha fallado, qué ha de corregirse. Bueno sería comenzar por hacer algo de autocrítica porque, probablemente, una de las razones de tan desafortunado acontecer haya que buscarla en la propia actitud social. Ilustraré mis dudas con dos ejemplos.

Cuando en 1992 las Cortes Generales discuten el proyecto de ley de mediación de seguros privados, la mayoría de los grupos parlamentarios de la oposición rechazan la incorporación del requisito de honorabilidad al derecho nacional, aunque viniera impuesto por el derecho comunitario. El diputado Oliver Chirivella razonaba, con desafortunada premonición, que no hacía falta tal requisito y "después, si una persona entra en el campo delictivo, para eso están los tribunales". Apuntillando con recurso al chiste: "No abundo en más cuestiones porque no creo que sea éste el lugar para empezar a poner marchamo para toda legislación que venga a la Cámara de cualquier actividad laboral, porque también había que presuponerla para la clase política [Risas]".

Frívolo rechazo al rigor en la selección de los profesionales que puede ser reflejo de un sentir más extendido. No de otro modo puede interpretarse que un reputado estudioso del derecho de los seguros vaya más allá de la legítima crítica a la norma, para sugerir por escrito el modo de eludir su aplicación: ante el rechazo de una autorización por la Administración que considera al solicitante carente de la honorabilidad necesaria, nada de acudir a los tribunales de justicia para impugnar la decisión, lo aconsejable es "cambiar al considerado no honorable o inexperto por su cónyuge y solicitar de nuevo la autorización".

Llega el momento de aplicarse en evitar que estos escándalos se repitan en el futuro. Junto a las indudables reformas necesarias en aspectos tales como la transparencia de los mercados financieros o las reglas de compatibilidad de ciertas profesiones, no estaría de más un refuerzo de los instrumentos preventivos basados en las condiciones personales de los profesionales.

En primer lugar, parece oportuno mejorar nuestra legislación. En ella debe encontrar el ciudadano una mayor seguridad: protegiéndole como consumidor de servicios, para evitar que estén operando en el mercado sujetos que no son dignos de confianza; y protegiéndole también en su eventual condición de profesional. Valga un examen de la regulación en materia de auditoría de cuentas, incluso de las recientes propuestas de reforma de la Comisión Europea, para dudar del enfoque con el que se aborda este aspecto, a pesar del desafortunado protagonismo que la profesión ha tenido en los recientes escándalos. ¿De verdad impone el principio de subsidiariedad una renuncia absoluta a cualquier armonización europea del contenido de este requisito, por mínima que fuera?

Parece aconsejable, en segundo término, profundizar en una aplicación rigurosa de las normas. Con todas las garantías jurídicas, también con la debida proporcionalidad y sin tachas de por vida -sin duda-, pero también con seriedad y sin desmayos. Cumplir el trámite con una declaración jurada del sujeto y un certificado de antecedentes penales puede ser suficiente en algunas profesiones y cuando de un honrado aspirante a profesional se trata, pero es claramente insatisfactorio respecto de profesiones de mayor riesgo o frente a quienes no se caracterizan por su honestidad. La realidad se aproxima a unas administraciones públicas carentes de las potestades de comprobación pertinentes; con escasos intercambios de información entre ellas, pese a la profunda descentralización emprendida y la libre circulación de profesionales en la Comunidad Europea; y con poca transparencia en su actuación. Tampoco parece que en esto la nueva propuesta comunitaria sobre los servicios en el mercado interior vaya por el mejor camino.

Intencionadamente he preferido concluir este repaso con la referencia al papel de los propios profesionales. Debieran ser ellos los mayores interesados en impedir que unos pocos individuos deshonestos se aprovechen del respaldo social que el colectivo merece. La opción por la autorregulación debería ser acompañada, por ejemplo, de medidas que confieran a los códigos de conducta asumidos voluntariamente una verdadera significación jurídica. ¿Podemos esperar a que sea el mercado quien castigue su incumplimiento? ¿Qué pasará con los inversores o clientes que pierden sus ahorros mientras llega ese castigo? De otro lado, es imprescindible un compromiso de los propios actores por expulsar de su seno a quienes no asumen los deberes que el ejercicio profesional comporta para con las personas a las que se presta una servicio y para con la sociedad.

En fin, no se trata de reservar el acceso a una profesión sólo a los ciudadanos extraordinarios por sus virtudes, pero sí de elevar a categoría general los parámetros de la buena práctica profesional -de nuestro clásico concepto de ordenado comerciante-. Quizás así contribuyamos a evitar que una futura repetición de los escándalos vividos en los últimos meses acabe por generar en los ciudadanos un síndrome del paciente forastero.

Fernando Irurzun es doctor en Derecho.

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