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¿Vuelve Calviño?

Allá por 1983, José María Calviño era el director general de Radiotelevisión Española recién nombrado por el primer Gobierno de Felipe González al tiempo que, tras varios años de bloqueo, la Generalitat de Cataluña se disponía a desarrollar en su ámbito territorial la ley de Terceros Canales televisivos promulgada aún bajo el mandato de Adolfo Suárez. En tal contexto, y desde la atalaya del monopolio que dirigía, el señor Calviño se descolgó con unas declaraciones tan desdeñosas como significativas: dijo que el proyectado tercer canal catalán iba a ser "una televisión antropológica", un medio localista o folclórico, alicorto en sus contenidos y destinado a tener una audiencia marginal.

De puro erróneo, el pronóstico -¿o era un deseo?- de José María Calviño yacía sepultado en el más merecido de los olvidos hasta que, la pasada semana, algo vino a desenterrarlo. Fue durante la sesión parlamentaria del miércoles 12 de mayo en el parque de la Ciutadella, el sorprendente anuncio del presidente Maragall -sorprendente hasta para sus socios de gobierno, no sé si incluso para buena parte de su partido- de imprimir un giro radical a la política de medios de comunicación públicos de la Generalitat. "El president", transcribo de un diario barcelonés, "señaló que los medios públicos van a ser redimensionados y que no competirán en el mercado publicitario". Después, ante las inmediatas reacciones de alarma -por ejemplo, del comité de empresa de TV-3-, otros miembros del Gobierno catalán han matizado que el cambio de régimen económico sólo afectaría a Catalunya Ràdio, o han prometido compensar la mengua de ingresos publicitarios con un aumento de la financiación pública. Pero el propósito presidencial formulado en sede parlamentaria no ha sido corregido, y ello es gravísimo porque no afecta únicamente a los dineros, sino a la concepción y la filosofía de los medios audiovisuales concernidos.

Contra lo que la ley estatal de Terceros Canales preveía y lo que José María Calviño auguraba, Televisió de Catalunya (TVC) no nació ni se ha desarrollado bajo el modelo de una televisión regional, ni siquiera autonómica, sino nacional, con una vocación universalista en los antípodas de aquel carácter "antropológico" al que quisieron condenarla antes de nacer. Tal es el secreto que le ha permitido ser cadena de referencia no sólo en los asuntos de proximidad -cuando una oleada de incendios forestales o de inundaciones azota Cataluña-, sino también cuando el epicentro de la noticia se sitúa en Madrid (los pasados 11 a 14 de marzo), o en Nueva York (en septiembre de 2001), o en el golfo Pérsico (durante la guerra de 1991). Con sus errores y sus humanas limitaciones, TVC y las emisoras de Catalunya Ràdio son herramientas nacionales en el sentido de que permiten contemplar el mundo en catalán y desde un punto de vista catalán...; ello prestigia decisivamente la lengua y el espacio cultural vertebrado por ésta, aunque hiera la sensibilidad de cosmopolitas de vía estrecha del tipo de Josep Piqué.

Por supuesto que este modelo es caro, más caro -pongo por caso- que el de Telemadrid; sólo que dicha cadena autonómica no es el vehículo de ninguna cultura específica ni amenazada y, en cuanto a la mirada madrileña sobre el mundo, ésta se halla ya sobradamente cubierta por TVE, Antena 3, Tele 5, etcétera. Pero si el problema son los altos costes de la Corporación Catalana de Radio y Televisión (CCRTV), ¿qué sentido tiene hacerla aún más gravosa para el erario público restringiéndole el acceso al mercado publicitario? He escuchado, estos últimos días, a algunos dilectos colegas suspirar por unos medios audiovisuales públicos sin publicidad; sí, puede que ellos, e incluso yo, nos habituásemos a escuchar una radio libre de anuncios, toda ella sustancia, sin resquicio alguno para relajar la atención. Sospecho, empero, que el grueso de la audiencia -automovilistas, amas de casa y otros oyentes que a la vez trabajan...- sobre la cual Catalunya Ràdio basa su liderazgo no tardaría en huir. Quizá haya que lamentarlo, pero hoy, en el mundo de la comunicación, la publicidad es la medida del éxito, y un medio que no la tenga aparece como de arte y ensayo: exquisito tal vez, pero fuera de la realidad, marginal. Así las cosas, cuesta mucho imaginar un desarrollo efectivo de las ideas anunciadas por Maragall el pasado día 12 que no suponga encoger, jibarizar la potencia y el papel tanto informativo como sociocultural de la CCRTV.

Y todo esto, ¿para qué o en beneficio de quién? Desde luego, no para atender una demanda social o política, pues tales planteamientos no aparecen en el programa de ninguno de los partidos del Gobierno ni de la oposición, y menos aún en el pacto del Tinell; tampoco para aligerar el déficit de la Generalitat, ya que existe el compromiso de nivelar cada euro restado en publicidad con un euro de más en dotación presupuestaria. ¿Entonces? Sí, comprendo que los grupos privados de comunicación a los que Convergència i Unió en el poder cebó discrecionalmente reclamen ahora alguna compensación por la pérdida de esos privilegios; comprendo también que a otros grupos les incomode la excepción catalana, ese tenaz poblado de Astérix que Cataluña viene representando en el paisaje audiovisual español. Pero TVC y Catalunya Ràdio no pueden ser moneda de cambio de las hipotecas o las servidumbres de unos ni de otros, y no quiero ni imaginar que pudieran ser víctimas de un castigo sectario en tanto que creación del enemigo. Aunque, de momento, sus profesionales y sus directivos ya están sufriendo una incertidumbre tan perjudicial como absolutamente gratuita.

es historiador.

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Joan B. Culla i Clarà

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