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¿Por qué las matan?

En los libros para la educación de las mujeres, escritos por los moralistas de todos los tiempos, éstos escriben que sumisión de la mujer al hombre, al varón, se consideraba la piedra angular sobre la que debía descansar el buen orden del matrimonio. En estos textos se dice también que el acatamiento de la mujer no debía de producirse sin más, sino que requería la acción punitiva del hombre, al que la moral de la época autorizaba el uso de la fuerza en los casos de rebeldía. Juan Luis Vives, uno de nuestros humanistas más reconocidos, admite que él no es partidario de los castigos físicos y se muestra contrario al repudio de las mujeres que, según conoce, se practica entre los pueblos musulmanes. Sin embargo, Vives escribe que "en el pueblo cristiano hay muchos [hombres] que lo desean [el repudio], pues dicen que tendrían a las mujeres más domesticadas si ellas supieran que no siendo dóciles y tratables se las podría desechar". El moralista no es ingenuo, domesticar a las mujeres, producir su sumisión física, moral e intelectual, requiere algo más que normas y sermones morales, requiere acciones contundentes como las que se describen, incluidos los castigos físicos. Los cuales, aquellos hombres tolerantes, recomendaban no utilizar más que en los casos extremos, aconsejando siempre la moderación con la esposa, como con los indios que por entonces eran esclavizados en América.

La ley es dura, reconocen. Situar a las mujeres bajo el poder incuestionable del marido significaba abrir la puerta a los abusos. Como se reconoce en los mismos textos, en la Perfecta Casada, por ejemplo, en donde Fray Luis de León recomienda a los hombres que procuren merecer la superioridad que ostentan y que no usen de su fuerza inmoderadamente, comportándose como leones, en lo que el moralista considera es la lucha de la virilidad por dominar a las mujeres. El fragmento merece ser leído, aún en nuestros días:

"La buena casada paga bien y no mal al marido. Es avisarle a él que, pues que ha de ser paga, lo merezca él primero, tratándola honrada y amorosamente; porque aunque es verdad que la naturaleza y el estado pone obligación [en la mujer] de mirar por la casa y de alegrar y de cuidar continuamente a su marido, de lo cual ninguna mala condición de él la desobliga; no por eso han de pensar ellos que tienen licencia para serles leones y para hacerles esclavas".

Leyendo estos textos me pregunto ¿cómo podían estos hombres, a los que no cabe imputarles una maldad gratuita, pensar que con sólo apelar al buen juicio de los hombres el peligro de los abusos de poder quedaba eliminado? No podían, como se reconoce en los mismos textos en los que se habla de la brutalidad con que algunos hombres usaban de sus prerrogativas. El tema les disgusta, pero nada más, a no ser en los pocos textos, en Erasmo de Rotterdam por ejemplo, en donde aflora la razón de las mujeres, la negativa de éstas a someterse sin más a los designios de los hombres. Así, en sus textos, las mujeres maltratadas se revuelven airadas, conduciéndose violentamente con los hombres, a los que engañan, envenenan o matan de mil modos. Los archivos judiciales están llenos de estos casos. Aunque, como recuerdan los moralistas, estas mujeres desnaturalizadas son las menos; las más tenían razones para preservarse, no dando motivos para que se hablase de ellas.

Con la modernidad, las cosas cambiaron. Aquellos terribles misóginos dejaron de existir y las mujeres, menos vituperadas parecía que pudieran respirar más tranquilas. En el siglo pasado, las mujeres tenían ya otra dignidad, como esposas, madres, como trabajadoras y, ahora incluso, como intelectuales. Pero estos cambios culturales no hicieron que los hombres perdieran sus privilegios, los que daba la masculinidad, que naturaliza la superioridad de los varones. Los cuales esperan recibir no solo respeto y obediencia de las mujeres, sino también amor, cuidados y otros servicios, como hasta hace poco se decía en los ritos del matrimonio. En estos casos, los hombres no niegan el valor de las mujeres, bien al contrario las creen necesarias y muy útiles. Pero, del mismo modo y quizás por ello, soportan mal que las mujeres no cumplan con sus expectativas. Entonces, las juzgan negativamente, se enfadan, las critican en familia, delante de los amigos o las maltratan, cuando no las matan.

En efecto, en esto actúan según la conciencia de los antiguos moralistas. Las mujeres son un bien para el hombre y, cuando éstas se niegan a cumplir las previsiones, hay que hacerlas entrar en vereda, usando los medios que se tengan y que la sociedad les consienta a los hombres. Contemplando esta violencia parece como si volviéramos atrás en el tiempo ¿No pensábamos que habían acabado los tiempos en que el ser y la existencia podía ser arrebatada a las mujeres, mediante el uso ilegítimo de la fuerza?

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Se dice, incluso, que ahora las matan más qué antes. Parece también que ahora las mujeres se sienten más seguras y se rebelan más que antes. ¡Por fin! Pero se teme que es por eso por lo que las matan más. Con lo cual las mujeres estaríamos pagando el precio por nuestra libertad. Esto ya no puede consentirse y menos con derramamiento de sangre. ¡Ya basta¡ Hay que parar los pies a los hombres que se autorizan a disponer de la vida y la muerte de las mujeres. Y ahora también de la de sus hijos. Dejemos de una vez por todas de asombrarnos, compadeciendo a las mujeres que mueren; impliquémonos seriamente en el asunto, impulsemos un cambio de actitud moral que contradiga a los moralistas de nuevo cuño que, amparados en la naturaleza de las cosas o en la verdad avalada por la historia, estarán siempre dispuestos a condenar a las mujeres primero y, con ellas, a otros, minorías o mayorías que no cumplen sus expectativas. Pero, además, contra los hombres que se muestran prepotentes deberán actuar las familias y las personas, hombres o mujeres, que tengan autoridad sobre estos hombres. Y cuando esto no baste, deberán actuar las leyes ¡Ojalá sea de verás que estamos en el camino de producir medidas políticas eficaces de prevención y de protección cuando sea necesario!

Isabel Morant es profesora de Historia de la Universitat de València.

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