_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Abisal

AUNQUE, EN cierta manera, desde siempre, como le era requerido por su vocación poética, durante los que fueron sus últimos veinte años de vida, se puede decir que José Ángel Valente (1929-2000) intensificó su pesquisa sobre el misterio insondable de la literatura y el arte, la de preguntarse por el preguntar o, si se quiere, la de inquirir el porqué del porqué. Pregunta sin respuesta o respuesta del preguntar. ¿Un galimatías? En todo caso, el de ese grito ahogado del caer por entre lo que no tiene fondo, en cuya vertiginosa flotación el pavor se transforma en una trágica invocación luminosa, en una llamada que deja eco, un retumbar musical, un aliento melodioso perdurable, trascendente. Lo sentimos en cada artículo de Valente de la recopilación titulada La experiencia abisal (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores). La etimología de "abisal" nos remite al griego "abissos", literalmente "sin fondo", con lo que, efectivamente, se trata la experiencia de una caída radical, la vivencia de la existencia como un caer en el vacío.

María Zambrano, Lezama, Lima, César Vallejo, Paul Celan, Edmond Jabès, Rimbaud, Mallarmé..., pero también, entre otros, las de Juan de la Cruz y Miguel de Molinos, Valente interpela los ecos musicales de estas voces ya sin voz, como escruta -se adentra en- el lenguaje silencioso de la pintura, de las artes mudas, que tienen asimismo su elocuencia fijada en imágenes, en gestos, en el registro material de la ligereza de miradas furtivas al borde de lo visible. Se trata, en definitiva, de una conversación al filo de lo inaudito y de lo invisible, la interpelación para que se restaure el lazo de unión perdido con el poder original de la palabra creadora, que fue invocación, la que produjo el primigenio acto de nombrar, la que estableció el orden luminoso de la narración que convierte la mera supervivencia en salvación.

En uno de los breves ensayos ahora compilados, el precisamente titulado Sobre la unidad de la palabra escindida, tras plantear la dicotomía entre la palabra poética y la pensante en nuestro mundo, cita Valente la sentencia de Giorgio Agamben acerca de cómo esta escisión "se interpreta en el sentido de que la poseía posee su objeto sin conocerlo y la filosofía lo conoce sin poseerlo"; pero también apela a la complicidad ente estos contrarios, basada en una misma búsqueda de transparencia verbal de la verdad, que se muestra como un relámpago en la intemperie o al resguardo de una casa: en la caja del cielo o en la casa a ras de suelo, allí donde se cobije su refulgencia.

Es cierto que la poesía, el arte, se han visto progresivamente postergados en nuestra tecnocrática era, que no sabe relacionarse con su entorno sino mediante la utilidad, abarrotándolo de ruidosos aparatos que nos distraen de nuestro desamparo. Es justo el momento en que el preguntar se hace más acuciante, cuando se multiplican los porqués del arte abriendo huecos por entre el compactado muro que absurdamente nos encierra en la rutinaria oscuridad de obligaciones sin cuento, de un mundo desencantado, un insufrible mundo sin música, ni luz.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_