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La salida del túnel

Que la andadura del tripartito, en apenas tres meses de vida, no está siendo un camino de rosas, no es ningún secreto. Con todo, no hay que olvidar que el actual Gobierno de la Generalitat traduce la complejidad de una sociedad plural como la catalana, donde conviven sensibilidades muy diversas. Y precisamente por ello debe ser visto como una oportunidad, como el resultado de una acertada apuesta estratégica, y no como un inevitable mal menor. Los obstáculos a los que se ha debido enfrentar en estas semanas han sido en buena parte exógenos, cosa que puede soslayarse en alguna medida, cabe esperar, con el nuevo Gobierno en Madrid, pero también internos, fruto de las distintas procedencias culturales e ideológicas de sus componentes.

El último obstáculo, por ahora, se llama Bracons. Era perfectamente previsible, tratándose de un asunto heredado del anterior Gobierno, ante el cual sólo cabía recusar el testamento o bien modificar sus cláusulas. Vaya por delante mi acuerdo con la solución adoptada: es decir, continuar con la construcción de una vía de comunicación necesaria para una comarca tan mal comunicada como es la Garrotxa, disminuyendo al mismo tiempo, de forma harto significativa, su impacto ambiental, que era a todas luces excesivo en el proyecto anterior. Frente a ello, los partidos minoritarios han defendido su derecho a discrepar -y a fe que lo han hecho- de la decisión solidaria del Gobierno al que pertenecen. No parece, sin embargo, la reacción más coherente, ni la más sensata.

El precedente más cercano que tenemos del tripartito (¿cuándo pasaremos a llamarle, simplemente, Gobierno?) es el Gobierno de progreso de las islas Baleares. Cabe recordar que el hostigamiento del Gobierno central, la hostilidad manifiesta del PP, fue determinante en su derrota electoral, y no pudo superar la primera y única legislatura, pero no debe minimizarse el mal ocasionado por algunos sectores ecologistas de las islas menores: su intransigencia a la hora de entrar a compartir la cultura de gobierno contribuyó activamente a poner la Administración balear nuevamente en manos de la derecha, es decir, de quienes impulsan ahora un agresivo plan de carreteras y la continuación del desenfreno urbanístico.

No es ésta, sin embargo, la única lección que se puede aprender del caso balear. Se ha hablado, en el caso de Bracons, de un insuficiente debate sobre el modelo de desarrollo territorial. Estoy de acuerdo. Creo que debería evitarse, precisamente, la balearización de la Garrotxa, su conversión en una comarca eminentemente turística, una especie de pesebre (sin buenas carreteras) para solaz de los barceloneses durante el fin de semana o las vacaciones de Semana Santa. En las Baleares, el monocultivo del turismo ha acabado por trasladar los centros de decisión económica fuera del archipiélago y por reducir las oportunidades de trabajo a albañil o camarero.

A mi entender, es muy importante preservar el carácter industrial de la Garrotxa, una comarca demográficamente envejecida y con una capital que apenas tiene 30.000 habitantes. Y para ello, para darle nuevas oportunidades, hay que apoyar la voluntad mayoritaria de sus gentes de romper su aislamiento geográfico. El túnel de Bracons -un Bracons domesticado, civilizado y, en lo posible, consensuado- contribuye a ello. De ahí el acierto de la decisión.

Josep M. Muñoz es historiador.

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