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Columna
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E-Lecciones

Es una de las coletillas más repetidas por los dirigentes políticos en los días previos a cualquier jornada electoral, especialmente cuando se ven confrontados con algún son-deo adverso: la verdadera encuesta es la que se realiza en las urnas. No menos común es esa otra frase hecha que reza así: el pueblo soberano tiene la última palabra. Se trata de versiones laicas de la máxima "Roma locuta, causa finita" (Roma ha hablado, fin de la discusión). Pues bien: Roma ha hablado y, sin embargo, la discusión no ha hecho sino subir de tono. El 14 de marzo la ciudadanía decidió desalojar del Gobierno al PP. Es cierto que el contexto en el que se celebraron los comicios, con el brutal atentado de Madrid como telón de fondo, permite y hasta exige el ejercicio del pensamiento contra-fáctico (¿qué hubiera ocurrido sí...?), pero de ninguna manera legitima el cuestiona-miento de los resultados. Roma locuta... ¿Cómo interpretar, entonces, la convocatoria de actos espontáneos y, lo que es peor, hasta de mítines para desagraviar a Aznar y a Rajoy? ¿Desagraviar de qué? ¿Acaso no ha hablado el pueblo, ejerciendo su libertad en el día grande de la democracia?

Hay quienes no han dejado de enturbiar el resultado de las elecciones. No en su facticidad -no se habla de pucherazo- pero sí en su racionalidad: los resultados electorales no reflejan las auténticas preferencias de la sociedad; no son unos resultados normales, son un monstruo. Desde esta perspectiva se ha dicho que los españoles han votado a Bin Laden, rindiéndose ante el poder del terrorismo; que una mayoría de la sociedad ha emprendido un viaje colectivo a Perpiñán buscando convertir a España en un protectorado de Al Qaeda; que el miedo ha sido la energía que ha impulsado el vuelco electoral; que una izquierda resentida ha impulsado un golpismo de salón incitando a sus seguidores a acosar al PP. Todo esto se ha dicho, todo esto y mucho más: se ha hablado de linchamiento, de cobardía, de golpe mediático. Y siempre, en el fondo, el modelo de Euskadi, de esa Euskadi que dibujan acobardada, sometida al terror. Se han dicho estas cosas no en la calentura de una amanecida ciertamente inesperada, sino desde el reposo de la columna de opinión y hasta desde cátedras universitarias. Las intoxicaciones ideológicas deberían estar tan perseguidas, al menos, como las alimentarias. Pero no es así y los traficantes de colza informativa se han dedicado a distribuir su producto sin ningún tipo de control. ¿Qué hubieran dicho y escrito todos ellos (el contrafáctico del contrafáctico) si el PP hubiese revalidado, contra todo pronóstico, su mayoría absoluta? ¿Cómo se interpretaría entonces el efecto del 11-M?

Una semana después de las elecciones deberíamos ser capaces de sosegar nuestros análisis. Porque lo cierto es que la aritmética del 14-M no justifica el revuelo que los análisis parecen transmitir. De acuerdo: quienes gobernaban con mayoría absoluta han pasado, sin solución de continuidad, a la oposición. Pero el hecho es que, salvo en Euskadi, no parece que se hayan producido grandes trasvases de voto entre las dos fuerzas políticas que pugnaban por lograr la mayoría. A pesar de todo, el PP estuvo muy cerca de la victoria, quedándose finalmente a menos de un millón y medio de votos del PSOE. Nada parecido a un vuelco. La novedad de estas elecciones hay que buscarla en la movilización de una buena parte de los votantes socialistas que se abstuvieron en las elecciones de hace cuatro años, así como en el logro de un significativo porcentaje del voto de aquellos jóvenes que por primera vez ejercían su derecho al voto. Han sido estas dos fuerzas, difíciles de prever, pero en absoluto improbables, las que han dado la victoria a Rodríguez Zapatero. Una victoria justa, en el doble sentido de la palabra.

El PSOE se ha quedado a doce escaños de alcanzar la mayoría absoluta. Sobre el papel, tiene fácil lograrla. Pero esos doce escaños que faltan significan el espacio para el diálogo. Digo diálogo y lo que quiero decir es, sencillamente, asumir las consecuencias prácticas de creer que uno no tiene toda la razón aunque cuente con el respaldo de la mayoría de los electores. En ningún sitio, por cierto, que uno está harto del doble rasero, y lo que no es bueno cuando lo hace Aznar, tampoco lo es cual lo hacen Chavez, Ibarretxe o Maragall. En positivo: lo que deseamos que ocurra cuando la mayoría la tienen otros debería ser lo que hagamos cuando la mayoría la tenemos nosotros. ¿Puede ser esta, más allá de la aritmética, la vía para reconciliarnos con la lección ética de estas históricas elecciones?

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