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Columna
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Un año y miles de muertos después

Se cumple un año desde la invasión de Irak. Un año desde que millones de personas salieran a la calle en todo el mundo para intentar evitar una guerra injusta e ilegal. Un año desde que Aznar, Bush y Blair se fotografiaran sonrientes en las Azores, antes de que comenzaran a caer las bombas sobre Bagdad. Un año desde aquellos días en los que los inspectores de Naciones Unidas pidieron más tiempo para saber si realmente existían o no armas de destrucción masiva. Un año desde que les fuera negada esa posibilidad. Un año desde que Aznar nos metiera en esta guerra, y nuestra diplomacia colaborara gustosamente a la voladura de la legalidad internacional.

Han pasado muchas cosas desde entonces. La primera, y la más grave, es que muchos miles de personas murieron durante los bombardeos. Les mataron por si acaso. La segunda es que Irak es hoy un país más inseguro de lo que lo era antes de la guerra. La gente tiene ahora allí muchas más posibilidades de morir que hace un año, cuando vivía bajo la sangrienta tiranía de Sadam Hussein. El miedo a la dictadura ha sido sustituido con creces por el miedo a los atentados terroristas o a las balas de los ejércitos de ocupación. La protección de los derechos humanos no está en modo alguno más garantizada que hace un año. La tercera es que la desconfianza y el recelo de millones de árabes y musulmanes hacia los principios democráticos que defienden formalmente los gobiernos occidentales han subido muchos enteros. Si nunca ha sido muy recomendable tratar de exportar la democracia a cañonazos, en este caso los resultados no han podido ser más desastrosos. La cuarta, en fin, es que, tras haber dinamitado el derecho internacional, nos enfrentamos hoy a la creciente amenaza de un terrorismo cuyas complejas raíces requieren más que nunca de un orden internacional consensuado y no impuesto, basado en unas reglas que valgan para todos y que todos deban respetar.

Las últimas décadas nos han traído un mundo mucho más complejo e inseguro. Los nuevos problemas económicos, políticos, medioambientales, culturales, y de todo tipo, requieren nuevos planteamientos y nuevos análisis. Sin embargo, la complejidad del mundo actual convive con el enorme poder adquirido por los medios de comunicación, un poder capaz, la mayoría de las veces, de manipular la realidad y de permitir que personajes extremadamente simples y ávidos de poder o de notoriedad -Aznar, Bush, o Berlusconi son tal vez los mejores, aunque no los únicos ejemplos- puedan dirigir los destinos de un mundo perplejo y aturdido ante los nuevos fenómenos en presencia. Complejidad y sociedad mediática forman, así, un cóctel explosivo, un maridaje que amenaza con agudizar más y más los problemas.

Irak representa un ejemplo doloroso de todo ello. Pocas veces el fracaso de la llamada "comunidad internacional" ha sido tan estrepitoso. En Irak se han roto demasiadas cosas y no será nada fácil recomponerlas. Se han roto las frágiles reglas del juego existentes y, sobre todo, la confianza -poca o mucha- depositada en las Naciones Unidas. Pero se han roto también nuestras democracias, tensionadas hasta el límite en nombre de unos principios despreciados por quienes emprendieron esta aventura.

Me niego a explicar los atentados de Madrid como una consecuencia automática de la intervención española en Irak. Puede que sus autores lo hagan, pero prefiero seguir pensando que la barbarie no tiene explicación alguna. Nadie puede asegurar que los dos centenares de víctimas de los llamados trenes de la muerte se hubieran salvado si el Gobierno español no hubiera participado activamente en la invasión. Pero una cosa sí es segura: la política seguida por Aznar y su adulado Bush en nada ha contribuido, sino al revés, a sentar las bases de un mundo más seguro y más justo. En nada ha contribuido, sino al revés, a enfrentar el fanatismo y el odio de quienes pusieron las bombas el 11 de marzo. Cegados por su vanidad y sus ansias de poder, negaron una oportunidad a la paz y forzaron la invasión. Las personas no importaban, eran sólo números, daños colaterales. Ahora son 202 más. Malditos sean por ello.

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