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Tribuna:FÚTBOL | 103ª final de la Copa del Rey
Tribuna
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El cielo de Montjuïc

En Fiebre en las gradas, el británico Nick Hornby recrea la evolución sentimental de un joven a través de su condición de seguidor del Arsenal. Cuando el libro cayó en mis manos, corrí a buscar en el índice las páginas dedicadas al 10 de mayo de 1995. Mi búsqueda, sin embargo, no obtuvo el fruto deseado porque la narración concluye con un partido contra el Aston Villa disputado tres años antes de esa fecha.

¿Qué sucedió ese 10 de mayo? No hay zaragocista que no lo recuerde. El Zaragoza y el Arsenal jugaban en el Parque de los Príncipes la final de la Recopa. Se llegó con empate a uno a la prórroga y, cuando ésta estaba a punto de terminar, ocurrió lo inesperado. Nayim recibió el balón a la altura de la línea central y, casi sin pensárselo, lo lanzó hacia la portería defendida por Seaman. El balón subió y subió hasta rozar el cielo de París y luego descendió en busca del único hueco posible entre el desesperado bracear de Seaman y el larguero de su portería. Aquello no fue un gol: aquello fue un milagro.

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La final del dolor

Han pasado nueve años desde el milagro de la Recopa y, entre tanto, el Zaragoza ha tenido tiempo de coquetear con la Liga y con el descenso, de ganar una Copa, de bajar a Segunda, de regresar a Primera, de clasificarse para otra final... Han pasado nueve años, pero el recuerdo del gol de Nayim sigue tan vivo como el primer día. Eso, al menos, es lo que me ocurre a mí, pero también es verdad que desde entonces he visto ese gol unas cuantas veces: tengo amigos que lo tienen grabado y se lo ponen en el vídeo cuando están deprimidos (puedo asegurar que funciona).

En estos nueve años han cambiado tanto las cosas que ya ni siquiera existe ese torneo, la Copa de los campeones de Copa. Pero no podía ser que la Recopa desapareciera sin que antes la ganara el Zaragoza, uno de los equipos coperos por excelencia. Basta con echar un vistazo a la historia del club para comprobarlo: si en la Copa ha llegado nueve veces (diez ya) a la final y conquistado en cinco ocasiones el título, en la Liga sólo una vez se ha asomado al subcampeonato (y de eso hace casi 30 años).

¿En qué consiste eso de ser un equipo copero? En ser capaz de lo mejor y de lo peor, en alternar de forma indistinta la epopeya y la simple chapuza, en pasar fulminantemente de la exaltación al abatimiento... Como los ciclotímicos, el Zaragoza suele mostrar un comportamiento errático y contradictorio y, últimamente, las fases de euforia han coincidido con los partidos de la Copa y las de depresión con los de la Liga. A las pruebas me remito. Hace tres años ganamos la última Copa y la temporada siguiente bajó (ay, bajamos) a Segunda después de acabar el campeonato en la última posición. Y hace sólo unas semanas alcanzamos la final de la Copa al tiempo que en la Liga nos debatíamos (sí, nos debatíamos todos) en los puestos de descenso.

Que el Zaragoza de la Copa y el de la Liga no son el mismo equipo parece evidente. Por eso el meritorio empate del pasado sábado en el Bernabéu no ayuda a hacer pronósticos sobre el resultado. Frente a un Madrid que es todo un modelo de equilibrio y estabilidad emocional, este ciclotímico Zaragoza es capaz de cualquier cosa. Capaz, por ejemplo, de mandar un balón al cielo de Montjuïc y ver cómo se cuela después entre los guantes de César.

Ignacio Martínez de Pisón, nacido en Zaragoza, es escritor.

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