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FUERA DE CASA
Columna
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Capital del dolor

Hoy tiene que dejar de ser cierto. Ya no puede ser verdad aquel poema, que en el mes más cruel, el día más cruel, sin quererlo, sin desearlo, nos volvía una y otra vez a la memoria: "De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España". No, no puede seguir siendo un país de todos los demonios. Hace tiempo que ya llegó nuestra hora de expulsar a todos los demonios. En los idus de marzo, en estos días de nuestros muertos inmortales, en la capital del dolor, en toda España, tendremos que volver a expulsar a los demonios. Hoy es la hora de los ciudadanos, el momento de que el hombre, el español, el ciudadano vuelva a ser el dueño de su historia.

Los muertos inmortales, decía César Vallejo, un hombre bueno que amó a esta ciudad, que amó España, que quiso apartar de ella el cáliz de los inhumanos, que conoció la ciudad de Madrid, que la defendió, cuando fue capital de la gloria y del dolor. También ahora, en la capital democrática, cuando los hombres, las mujeres, los niños han salido a la calle a buscarla, a rescatarla de los heraldos negros, nuestros muertos serán inmortales. No nos matarán, los cadáveres de nuestros ciudadanos, sus destrozadas vidas que estaban llenas de mundos, serán, ya lo son, nuestra memoria viva para recuperar nuestra historia, nuestra ciudad.

Se nos paró el mundo en esos trenes de cercanías. Fuimos, somos, la capital del dolor. También hemos sido, somos, la ciudad que llena sus calles, que toma las plazas, las puertas y la que se siente unida en la desgracia. Unidos contra la derrota, somos una ciudad que no está derrotada. Aunque todavía seamos la ciudad que no puede, no quiere, ser alegre ni confiada. Somos esa ciudad que ha visto cómo los madrileños de todos los colores, de cualquier condición, de cualquier edad, no estamos dispuestos a que nos roben el mes de marzo. Tomaremos el Once de Marzo, expulsaremos a sus demonios.

¡Cuántas veces he viajado de Alcalá a Madrid en el tren de cercanías! Cuántas veces mirando por aquellas ventanillas, en aquellos trenes que no son los de hoy, me iba escapando de la ciudad episcopal, de la ciudad hermosa y decadente. De la misma ciudad que vio salir a Miguel de Cervantes para buscar fortuna -y encontrar infortunios- por caminos en tiempos sin trenes. Escapar en tren de cercanías, salir por no compartir las ideas de algunos secuestradores de la libertad, alejarse de los que no querían recordar a otro de sus hijos, a un pasajero de los viejos trenes que todavía no era el de Montauban, el alcalaíno Manuel Azaña. El joven que yo era, el que quería ser periodista, el que se fugaba del cerrado mundo de la provincia para llegar a una capital con pocas glorias, pero con muchas vidas, ese joven que fui, se me aparece estos días. Es otro joven que podría haber sido yo, y que es cualquiera, uno parecido al que toma el tren a las horas del trabajo o de las clases. Uno que va leyendo La historia universal de la infamia o que se entretiene con el As. Ése era yo, soy yo, aunque bien podría haber sido otro. Uno de esos que ya no viajará más en esos trenes.

Tomar el tren de cercanías era querer llegar cada mañana a una ciudad que nos permitía la ilusión de soñarnos libres. Entrar por Atocha, subir hasta la cuesta de Moyano, comprar en la trastienda de la caseta de Lucas o en la de Berchi, alguno de aquellos libros que estaban prohibidos en los tiempos en que España era una patria secuestrada. Aquellos libros de nuestros españoles demócratas, de nuestros ciudadanos que vivían lejos o perseguidos, dolientes españoles que estaban prohibidos porque también quisieron una España sin terror, sin terroristas. Españoles que querían serlo desde una Constitución que les arrebataron. Hombres buenos, que como Machado viajaban en humildes trenes, en vagones de tercera, en máquinas de hierro que desplazaban a las gentes de los pueblos, de las capitales de la provincia, hasta la capital que tanto supo resistir. Otra vez resistir. Ahora en silencio. Con el clamor del dolor. Otra vez en las calles, otra vez los ciudadanos de una de las ciudades más abiertas del mundo demostrando que sabe resistir.

La ciudad donde habita El Guernica, ese grito que es mucho más que un cuadro, ese aviso contra la barbarie, ese mural en el que se nos recuerda que todos somos el objeto del terror, esos quejidos silenciosos no permitirán acallar a un tiempo, un país, una ciudad que no piensa volver a los tiempos donde la libertad era un sueño de adolescentes viajando en trenes de cercanías.

Manifestantes valencianos el 11-M.
Manifestantes valencianos el 11-M.EFE

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