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Reportaje:REPORTAJE

Irán, la puerta del petróleo del golfo Pérsico

Veinticinco años después del triunfo de la revolución islámica, la situación interna de Irán es de parálisis gubernamental y crisis política. Pese a ello, el país, con unos importantes recursos hídricos y energéticos, una población de más de 68 millones de habitantes relativamente homogénea desde el punto de vista étnico y una localización geoestratégica privilegiada, se está consolidando como la principal potencia de Oriente Próximo.

Las credenciales de Irán en materia de recursos energéticos son envidiables. A finales de 2002 ocupaba el cuarto lugar mundial de reservas probadas de petróleo, con unos 89.700 millones de barriles (el 8,6% del planeta), mientras que su producción alcanzaba los 3.366.000 barriles diarios (4,7% del total), lo que le convertía en el quinto productor mundial y el segundo de la OPEP, tras Arabia Saudí. Por lo que concierne al gas natural, las cifras eran aún más impresionantes. Con unas reservas de 23 billones de metros cúbicos (el 14,8% del planeta), Irán sólo era superada por Rusia, mientras que en términos de producción ocupaba la octava posición, con 64.500 millones de metros cúbicos anuales (2,6% del total).

Pese a sus grandes reservas de petróleo y gas, cuya evaluación ha aumentado espectacularmente en 2003, Irán impulsa un potente programa nuclear
Conviene recordar que la mayor interrupción del suministro de crudo se produjo de noviembre de 1978 a abril de 1979, durante la revolución iraní
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Además, la cosecha de 2003 ha sido espectacular. Las revisiones del Ministerio del Petróleo han elevado las reservas de crudo hasta 125.800 millones de barriles, lo que supone avanzar dos puestos en el ranking mundial y situarse por delante del vecino Irak. Asimismo, las reservas de gas se han visto incrementadas en cerca de 3,3 billones de metros cúbicos. Sin duda, la citada revisión, cuyos resultados han sido certificados por diversos organismos internacionales, tiene un trasfondo político. Irán se apresura a tomar posiciones ante una previsible resurrección de la industria petrolera iraquí y los efectos que comportará sobre la distribución de cuotas en la OPEP, el futuro mismo del cartel y el flujo de capital y tecnología extranjera al golfo Pérsico.

La apuesta por lo nuclear

Sorprendentemente, a pesar de su riqueza en petróleo y gas, Teherán viene impulsando desde los años setenta un importante programa nuclear. Actualmente, éste pivota alrededor de diversas pequeñas plantas de investigación, y de la reconstrucción y culminación, con la ayuda de Rusia, de la gran planta de Bushehr, seriamente dañada tras los bombardeos sufridos durante la guerra con Irak (19801988). La finalización de esta central, que funciona a un 70% de su capacidad, está prevista para principios de 2005.

Frente a las acusaciones estadounidenses y las sospechas de gran parte de la comunidad internacional de que las instalaciones citadas persiguen fabricar armas nucleares, el Gobierno de Teherán afirma que su programa tiene fines exclusivamente civiles (generar el 10% del consumo eléctrico del país para 2020) y que su desarrollo tan sólo pretende liberar para la exportación la mayor cantidad posible de sus recursos de petróleo y gas. Se trata de una explicación que no acaba de convencer a los expertos por el enorme coste que el desarrollo del programa ha supuesto en el pasado y supondrá en el futuro, entre otras razones por las características sísmicas de la región, la necesidad de integrar los reactores a la red eléctrica nacional y las vastas distancias implicadas en la transmisión. En la próxima década, todo ello podría suponer para Irán el desembolso de 20.000 millones de dólares, lo que equivaldría a dedicar anualmente un 10% de los beneficios de la exportación de petróleo. Además, los expertos internacionales muestran un especial recelo hacia el programa de enriquecimiento de uranio, que tan sólo está un 5% por debajo del requerido para la fabricación de armamento nuclear.

El encono con el que la Administración de George Bush ha enfocado sus relaciones con Irán tras la inclusión de este país en el eje del mal, alcanzó cotas muy altas el pasado verano por la negativa de Teherán a permitir que sus instalaciones nucleares fueran inspeccionadas, sin previo aviso, por técnicos del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). Afortunadamente, en otoño, la crisis quedó aparcada cuando el Gobierno reformista de Jatamí admitió un régimen de inspecciones estricto y se comprometió a dar por finalizado el programa de enriquecimiento de uranio.

Este desenlace positivo, junto a la aceptación de la ayuda ofrecida por EE UU. tras el terrible terremoto que arrasó la ciudad de Bam, ha suscitado comentarios sobre el posible inicio de un deshielo en las relaciones entre Washington y Teherán. Sin embargo, conviene no lanzar las campanas al vuelo. Aunque los neoconservadores que adoctrinan a Bush estén convencidos de que el nuevo orden internacional forjado tras la guerra de Irak acabará forzando, como en el caso de Libia, un cambio de actitud en los sectores más inmovilistas de Teherán, los intereses geoestratégicos de la superpotencia en Oriente Próximo y en el Caspio son demasiado importantes para confiar exclusivamente en el juego diplomático (la zanahoria) olvidando el acoso y la presión (el palo).

La elipse energética

¿Cuáles son dichos intereses? Al margen de la alargada sombra que Irán proyecta sobre el futuro de Irak, un país de mayoría chií, existen al menos tres factores ligados a la aguda dependencia energética del mundo industrializado que no conviene olvidar. En primer lugar, como acaba de recordar, en un singular arranque de sinceridad, el primer ministro japonés, Junichiro Koizumi, Estados Unidos y sus aliados necesitan continuar afianzando su presencia militar en la denominada elipse energética: una zona que se extiende, a través de Irán e Irak, desde la península Arábiga hasta las riberas del Caspio y que contiene cerca del 70% de las reservas mundiales de petróleo y alrededor del 40% de las de gas. En segundo lugar, Irán constituye una vía privilegiada para transportar el petróleo del Caspio al golfo Pérsico, y, desde ahí, a los mercados internacionales. Y, en tercer lugar, el control de la costa de Irán es un elemento fundamental para la seguridad del transporte marítimo del crudo que desde el golfo Pérsico abastece a Europa, América y Asia a través del estrecho de Ormuz. En 2002, esta puerta canalizó un flujo de crudo de 13 millones de barriles diarios, una cantidad equivalente al 17% del consumo mundial. En su parte más angosta, el estrecho dista seis millas de costa a costa, de forma que la circulación de los superpetroleros a través de este punto puede ser fácilmente interrumpida con baterías de mísiles o minas. Puede sonar a pura fantasía, pero conviene no olvidar las lecciones de la historia, y ésta nos dice que la mayor interrupción del suministro de crudo a los mercados tuvo lugar durante la revolución iraní, de noviembre de 1978 a abril de 1979.

Mariano Marzo es catedrático de Estratigrafía y profesor de Recursos Energéticos de la Universidad de Barcelona.

La alternativa del gasoducto transafgano

EN LA DÉCADA de los setenta, los geólogos de la URSS calcularon que Afganistán poseía unas reservas de 95 millones de barriles de crudo y de cinco billones de metros cúbicos de gas. Estos recursos son muy inferiores a los de otros países vecinos, como Irán, Turkmenistán, Kazajstán y Uzbekistán. Sin embargo, desde el punto de vista energético, Afganistán presenta un indudable valor estratégico: es la única alternativa para evitar Irán a la hora de conectar el petróleo y el gas de la ribera oriental del Caspio con el océano Índico y, en definitiva, con los mercados internacionales.

Con esta idea en la cabeza, la petrolera norteamericana Unocal inició a mediados de los noventa un proyecto para la construcción de un gasoducto que debía unir los ricos campos de Turkmenistán con Pakistán. Diversos analistas han mantenido la tesis de que la diplomacia de Washington apoyó a la milicia talibán en su toma del poder en 1996 con el propósito de favorecer sus intereses geoestratégicos y los económicos de Unocal, que veía en el movimiento islamista una garantía de orden y seguridad. En cualquier caso, la iniciativa de la petrolera quedó bruscamente interrumpida en 1998, cuando EE UU atacó las bases de Al Qaeda en Afganistán como respuesta a la destrucción de sus embajadas en Kenia y Tanzania.

Tras la caída del régimen de los talibanes a finales de 2001, el nuevo Gobierno afgano, presidido por Hamid Karzai, ex asesor de Unocal, inició en 2002 una ronda de conversaciones con los de Pakistán y Turkmenistán con el objetivo de reactivar el proyecto. Tras diversas vicisitudes, a finales de dicho año los tres países firmaron un acuerdo para la construcción del denominado gasoducto transafgano. Con una capacidad de hasta 30.000 metros cúbicos por año, una longitud de 1.600 kilómetros y un coste de 3.500 millones de dólares, la obra se prolongaría por espacio de tres años. Los Gobiernos firmantes del acuerdo han invitado a la India a unirse el proyecto, lo que puede significar la construcción de un nuevo ramal hasta Nueva Delhi, aunque por el momento este país ha declinado la oferta.

A finales de 2003, un estudio financiado por el Banco para el Desarrollo de Asia concluía que el proyecto resultaba viable tanto desde el punto de vista técnico como económico, por lo que el mismo podía entrar en fase de licitación y ejecución este mismo año. La cuestión es si las compañías están dispuestas a asumir el altísimo riesgo que supone trabajar en la región. Significativamente, ninguna de las superpetroleras occidentales ha explicitado todavía su interés. La amarga pesadilla de los sabotajes en Irak puede estar pesando como una losa.

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