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Tribuna:LA SITUACIÓN POLÍTICA
Tribuna
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La reconciliación de los vascos

Propone el autor abrir en Euskadi un proceso político de reconciliación que permita definir un proyecto nacional compartido.

Los periodos preelectorales suelen ser tiempos de avance de propuestas y quiero aprovechar la ocasión para romper una lanza a favor de la reconciliación de los vascos. Entiendo que, en el contexto de nuestra Euskadi actual, tal empeño puede sonar al sueño de un ingenuo; pero si hay que elegir, entre el optimismo de la ingenuidad y el pesimismo de la confrontación permanente, prefiero inclinarme por aquél. La Euskadi post-Lizarra ha adquirido tonos de cuarta carlistada,eso sí, de baja intensidad en opinión de algunos, y empecinarse en mantener la vigencia de dicho escenario durante los próximos cuatro años no parece una oferta electoral adecuada a las aspiraciones de paz de los vascos y españoles.

La desconfianza entre las fuerzas que protagonizaron la autonomía es, 24 años después, mayor que al inicio del proceso
Para resolver nuestro problema las únicas recetas son compartir la construcción nacional y respetar la democracia

Los vascos llevamos algo más de dos siglos enfrentándonos por nuestra forma de relación con España y, desde que Sabino enunció su proyecto nacional, sobre como dotarnos de un marco de convivencia que reconcilie la construcción de la nación-nacionalidad con el reconocimiento de la pluralidad social, cultural y política de la Euskadi real. La Constitución de 1978 obtuvo en Euskadi más votos afirmativos que negativos (incluso añadiendo a éstos la abstención diferencial con la media española); es decir, la mayoría de los vascos sancionamos entonces el sistema constitucional vigente, dotándonos de un marco democrático compatible con una autonomía amplia como la que hoy disfrutamos. No es por lo tanto la vigencia de un marco institucional impuesto lo que nos enfrenta, sino nuestras diferencias ideológicas y políticas: carlistas y liberales ayer, constitucionalistas e independentistas hoy.

Tampoco el Estatuto y los gobiernos de coalición PNV-PSE-EE nos reconciliaron. Al contrario, tras 24 años de autonomía, la desconfianza entre los partidos que protagonizaron la apuesta autonómica es mayor que al inicio del proceso y tal evolución no es solo, ni básicamente, imputable a la permanencia de la actividad de ETA. Faltó en ese periodo la conformación de un proyecto autonomista común entre nacionalistas y socialistas; es decir, una revisión de sus presupuestos ideológicos respectivos para acercarlos a las necesidades de una construcción nacional compartida. Después, el breve episodio de Lizarra fue para el nacionalismo gobernante un periodo de fiesta nacional tras 14 años de gobiernos de coalición, forzados por las circunstancias electorales, que se interiorizaron por la dirección del PNV como una fase de estancamiento en la construcción nacional.

Tras el fracaso de Lizarra, el recrudecimiento del terrorismo, el desencuentro permanente entre los gobiernos central y vasco, y la propuesta del Plan Ibarretxe, han situado la confrontación política y social en Euskadi en un nivel desconocido desde la instauración de la democracia. Lo mínimo que podemos constatar es que la desconfianza entre los partidos democráticos está en su máximo nivel y que ETA, en ese marco, encuentra argumentos para atentar contra todo ciudadano o institución que manifieste su opinión a favor de la democracia y la Constitución. De ahí que, al margen de la acción policial y de la justicia, la superación de la desconfianza entre los partidos democráticos sea la primera oferta electoral obligada que todos ellos deberían plantearnos.Esta superación de las desconfianzas comenzaría por una normalización de las relaciones entre el nuevo Gobierno español y el Gobierno vasco que permitiera, para empezar, la definición de una política democrática frente al terrorismo de ETA. Hasta aquí, se trataría, simplemente, de recuperar el consenso perdido desde la finalización del Pacto de Ajuria Enea.

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Pero, en adelante, se trataría de explorar nuevos caminos para ir trabajando un proyecto de reconciliación de los vascos, poniendo al servicio del mismo todas las energías políticas e intelectuales que estos últimos años hemos invertido al servicio del desencuentro y la confrontación. Estamos ante una labor que requiere de una revisión tanto del concepto de nación-nacionalidad, como del concepto de soberanía, del ámbito de la Euskadi posible, de los contenidos de la cultura nacional, del marco institucional y, todo ello, teniendo presente nuestra pertenencia a una Unión Europea que se halla en pleno proceso constituyente.

En primer lugar, una labor de esta naturaleza requiere de una actitud de los partidos democráticos diferente a la manifestada desde el fin del Pacto de Ajuria-Enea, pero también diferente a la vigente anteriormente. En esta línea de reflexión parece inmediato entender que la construcción de la nación-nacionalidad en sus componentes básicos debiera de continuar como una labor compartida entre nacionalistas y no nacionalista, y no como una tarea de los primeros frente a la resistencia de los segundos. De hecho, nuestra autonomía se ha constituido, en parte, sobre bases compartidas, pero se ha interiorizado desde en nacionalismo como una conquista propia, y desde el no nacionalismo, como una cesión, a cambio de nada, a favor de los nacionalistas.

En segundo lugar, deben de establecerse los cauces para llevar adelante la iniciativa de reconciliación. En una sociedad democrática instalada, el primer cauce es el Parlamento vasco, y a él le corresponde el protagonismo en esta tarea. La utilidad de otros foros es, sin duda, indiscutible en un ambiente social tan deteriorado, pero aquéllos nunca pueden sustituir y menos superar la legitimidad que reside en el Parlamento vasco.

En mi opinión, en el Parlamento vasco debería constituirse una comisión de todos los partidos en él presentes que hiciera una valoración con conclusiones positivas: primero, de los desacuerdos conceptuales que hoy nos siguen enfrentando e impiden que tengamos un proyecto común de nación-nacionalidad, y segundo, de los resultados del proceso autonómico para su divulgación en la sociedad vasca. Posteriormente, se procedería a la apertura de un debate sobre la reforma institucional necesaria para una construcción nacional compartida, respetando siempre el marco constitucional vigente y la democracia.

Para resolver nuestro problema no hay más que dos recetas: compartir la construcción nacional y respetar la democracia. En el siglo XIX los vascos no fuimos capaces de definir un proyecto nacional; hasta Sabino Arana llegó tarde. De hecho, nuestras voluntades habían estado divididas y enfrentadas desde tiempos atrás y la idea de Arana surgió como un proyecto de resistencia ante la iniciativa de otros vascos de participar activamente en la conformación de la nación española.

Hoy, en el marco de la construcción europea en pleno siglo XXI, podemos sacar de dicho proceso dos enseñanzas prácticas: la necesidad de compartir un proyecto y la de establecer unos cauces de decisión a los que todas las partes reconozcan su validez. Y también, en dicho marco, nos toca entender que el espíritu dominante en esta Europa es el de la unión y no el de la separación. No sería bueno para los vascos que nuestros retrasos del siglo XIX lo paguen los europeos del siglo XXI, contemplando un proceso de tensión separadora opuesto a su esfuerzo de unión, con el riesgo añadido de las posibilidades de contagio en otras regiones europeas.

Sin duda, tiene más sentido histórico que los vascos nos apliquemos en lograr la reconciliación en torno a un proyecto nacional compartido y en un marco institucional en el que prime la aplicación del principio de democracia para el logro de cualquier objetivo político. Si hoy no somos un modelo nacional para nadie es sencillamente porque no nos lo hemos propuesto como tarea compartida, y así podemos continuar, fracaso tras fracaso. Eso sí, echándole la culpa a España, unos, y al nacionalismo étnico otros.

Jon Larrinaga es ex secretario general de Euskadiko Ezkerra.

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