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IDA y VUELTA
Columna
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Hombres de la calle

Hace muchos años, me hice activista de la Associació de Veïns de l'Esquerra de l'Eixample para huir de mis vecinos de piso. Se apellidaban Hitchcock y Davis, y eran dos ingleses simpáticos y ruidosos. Habían venido a pasar un año sabático, pero se quedaron tres. Su alegría, filtrada por unos tabiques birriosos, resultaba tan insultante que lo más sensato era escapar a sus juergas. En la asociación de vecinos encontré a gente estupenda, entusiastas de lo reivindicativo. Lo que de verdad me gustaba, sin embargo, eran las cenas posteriores a las reuniones, las salidas hasta las tantas, de modo que, al regresar a casa, Hitchcock y Davis ya se hubieran dormido. Luego le tomé cariño al arte de pintar pancartas y apilar sillas plegables, y aunque cambié de barrio y encontré vecinos menos expansivos que aquel par de juerguistas, conservo un buen recuerdo de aquello.

Los tiempos, desde entonces, han cambiado. Eso fue lo primero que me atrajo del concierto de Quico Pi de la Serra, su título: Els temps ja han canviat. En el bar del vestíbulo del Teatre Nacional, me encontré con dos grandes amigos y, una vez dentro, justo a mi lado, se sentó una pareja de ex vecinos del Eixample. Él sigue siendo muy activo en la asociación. Ha cambiado tanto como yo, igual que Pi de la Serra, distinto a la primera vez que le vi. Entonces yo era un crío. Estábamos en París y mi madre me arrastró a un concierto en el que actuaban Xavier Ribalta y Pi de la Serra. Yo no entendía el catalán, pero si lo hablaban como Raimon, aún me las apañaba. Con Ribalta no hubo problemas: se pasó media hora gritando "caminem!" y deduje que le iba la marcha. Con Pi de la Serra, en cambio, la pronunciación era oscura, con juegos de palabras que todos celebraban y yo no cazaba. Total: me comporté como un niño repelente hasta que, desde el escenario, Quico le pidió a mi madre que me controlara.

Años más tarde, me convertí en incondicional de su obra. Me sabía sus canciones y me fascinaba su capacidad para convertir la melancolía en algo irónico y sugerente. Los tiempos cambiaron hasta el extremo de que el lado más irreverente de la cançó se fue a pique gracias a una pertinaz política de aniquilamiento por parte de las administraciones y otros sectores de la sociedad. Quico tuvo que buscarse la vida y, entre otras cosas, hacer un programa sobre blues en Catalunya Ràdio. En el TNC, cantó varias canciones de esas que perdurarán por más que cambien los tiempos (L'home del carrer, Suau, Blau, Passejant per Barcelona, Cançó de l'atzar, Una tarda qualsevol), no cantó otras extraordinarias (Ai, reparada) y estrenó alguna cuya letra quedó sepultada bajo una defectuosa sonorización. También adaptó a Brassens, Conte, Ovidi y Broonzy, y defendió su estilo con naturalidad y coherencia. Como guinda, invitó a subir al escenario a seis músicos callejeros búlgaros, auténticos homes del carrer. En los pocos minutos que estuvieron en escena, derrocharon energía. Quico estaba allí, agradecido, heterodoxo hasta el punto de atreverse con una versión swing de La Internacional. Ya que lo de himno proletario pasó de moda, por lo menos que sirva para bailar, pensé (para saber más sobre el declive del imperio soviético, lean Música militar, de Wladimir Kaminer). A mi lado, mis ex vecinos seguían el ritmo con el pie. Sonaron los aplausos, sinceros, con efectos retroactivos. Quico salió a saludar. Los búlgaros también. Miraban a derecha e izquierda, como si temieran que fuera a aparecer la policía. Esta clase de músicos ambulantes, curtidos en bodas, entierros y bautizos, suelen vivir a salto de mata, como nómadas. Por cierto: ¿los nómadas tienen vecinos?

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