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Columna
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¡Todos a la calle!

El terrorismo, la vivienda, el paro, la inseguridad, las atenciones sanitarias... son grandes partidas en la preocupación de los ciudadanos. Como habitante de Madrid, añadiría el tráfico, que se encuentra conexo con alguno de esos graves problemas. Más caótico, posiblemente, sea en Nápoles o en Marsella, donde cada individuo, motorizado o peatón, se produce con autonomía, pero misteriosamente aglutinado con los demás, lo que no sucede entre nosotros. Un observador privilegiado e imparcial caería en la cuenta de que hay una voluntad de choque, de arremolinamiento, de insensata polarización de los vehículos que pululan por la superficie. No importa el momento; el concepto de hora punta ha perdido significación y no es posible averiguar cuáles son los días del mes, de la semana, las horas del día en que se producen mayores atascos. Antes cualquiera, con aires de suficiencia, descubriría las causas de menor o más fluida circulación: "Estamos a fin de mes, se ha cobrado la extraordinaria, iniciamos un largo puente, es hora de salida de escolares...". Ahora la situación es impredecible.

Contemplen ustedes la corriente urbana. Dentro de cada automóvil particular va una sola persona, de cualquiera de los sexos. Podría dirigirse al trabajo, volver de él, realizar gestiones extra, desplazarse al aeropuerto, recoger a los hijos, urdir adulterios o lo que ustedes deseen imaginar. Pues parece que todos los habitantes se han lanzado, al mismo tiempo, a ocupar la calzada. Como la capacidad es la misma en todo momento, pronto se forman los tapones. Basta que una camioneta de reparto, cuando a su conductor le salga del bigote, descargue la mercancía en una vía estrecha, para detener a cuantos vienen detrás. El insensato horario de carga y descarga va de las 8.00 a las 14.00 y de las 16.00 a las 20.00, o sea, coincide con el periodo laboral de los demás ciudadanos. Se arguye que señalar otro iría contra los intereses comerciales que, de esta manera, prevalecen y jeringan al resto.

Algunas calles tienen tres direcciones en cada sentido, pero ello es corregido por nuestros automovilistas, que albergan la firme convicción de que las aceras son lugares idóneos para estacionar el vehículo junto a ellas -en el caso de las motocicletas, sobre ellas- y que las señales del carril-bus carecen de sentido. Alguien, en tiempos remotos debió pensar que la reserva de ese espacio longitudinal, para uso de taxis y autobuses, agilizaría los desplazamientos de todos, pero la filosofía personal de los conductores particulares entiende que es una visión arcaica, elitista y poco democrática. En consecuencia, con la mayor desenvoltura, circulan por el carril o estacionan en doble fila, peculiaridad madrileña que ningún alcalde intenta corregir.

El atasco, en cualquier parte, repercute en el resto de la urbe, como la excitación de un nervio moviliza la sensibilidad en las terminales de nuestro cuerpo. Contemplen -desde la acera, desde el autobús, desde un balcón o desde su propio automóvil- que en ellos no van ancianos, tullidos o inválidos, sino gente en la flor de la edad. Entonces, ¿quién diablos está en las oficinas, en los talleres, en los despachos? La impresión es que toda la población activa se encuentra detrás del volante de su vehículo privado, yendo de algún sitio a otro lugar pero, evidentemente, en la calle, fuera de su puesto de trabajo, consumiendo combustible, pulsando el claxon con irritación. Una antigua humorada definía al peatón como el automovilista que ha olvidado el lugar donde dejó aparcado su coche. Tal sensación ofrece nuestra urbe. Quizá por eso, cuando llamamos a cualquier centro de trabajo, banco, ministerio, juzgado o gestoría nadie atiende al teléfono. Están todos en la calle, metidos en sus coches.

Parece una exageración, pero llegará el momento en que los vehículos permanecerán estancados en las vías públicas, sin avanzar ni retroceder, agotadas la gasolina y la batería. Entre ellos destacarán los autobuses de transporte colectivo, los camiones de reparto, las furgonetas e incluso las motos que no hallarán salida, junto con los guardias de la circulación que, en esos momentos, se encontraran en la vía pública, igualmente atrapados en el postrero y definitivo colapso circulatorio.

Es posible que mitigue el problema de la vivienda, en los casos en que el cabeza de familia y el resto de los componentes se encuentren prisioneros en el Gran Atasco y nunca puedan regresar a sus hogares.

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