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Columna
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"Virtú contro a furore"

Lentamente, con una prudencia que a unos -hooligans de los vencedores- exaspera y a otros -hooligans de los perdedores- envalentona, van conociéndose los nombres de los altos cargos del Gobierno tripartito. Las intenciones de los nuevos consejeros y sus objetivos primordiales, en cambio, han tomando cuerpo con gran celeridad. El Gobierno en pleno se ha comprometido ya a la austeridad presupuestaria. Josep Bargalló afronta un plan de choque para dignificar la enseñanza pública y se propone conseguir en el próximo curso1.400 nuevos docentes. Marina Geli, mientras descentraliza la sanidad y reclama nueva financiación, va a incorporar 500 médicos al sistema. Caterina Mieras se toma en serio la autonomía de los creadores apostando por el Consejo de las Artes y reclama, para dentro de 15 días, un informe sobre el MNAC. Antoni Siurana anuncia una nueva ley de cultivos, la creación de un banco de tierras y un plan para garantizar la supervivencia del campo ante la presión del mercado inmobiliario. Salvador Milà, por su parte, anuncia una nueva "fiscalidad ecológica" que, superando el infectado debate sobre la ecotasa, permita incentivar el ahorro energético y penalizar el despilfarro. Por si fuera poco, Milà ha calculado ya las viviendas sociales que pondrá en circulación, 42.000, por distintas vías (incluida alguna muy propia de quien ha experimentado la gestión municipal: cesiones obligatorias de los constructores de nuevas promociones).

La coincidencia de hermanos en el Gobierno produce desasosiego. La izquierda paga siempre muy cara la factura de las malas formas

Todos estos proyectos (espigados de las declaraciones que publicaba este diario el pasado viernes), de visible y civilizada inspiración liberal o socialdemócrata, están destinados a convertirse en el cotidiano hilo narrativo del nuevo Gobierno catalán. Como era previsible, sin embargo, puesto que la política no es un cuento de hadas, esta narración parece interesar poco a los opinantes. Es más gustosa, más apetecible la espuma que todo Gobierno, especialmente en los momentos iniciales, genera: la espuma de los nombramientos imprevistos (que descolocan a los enterados y enteradillos), la espuma de la abundancia de hermanos situados a alto nivel, la espuma del "qué hay de lo mío". Para evitar la crítica superficial y anecdótica, sería fundamental que el nuevo Gobierno no ofreciera un solo pretexto. Cierto: la experiencia política que avala a los hermanos Manel Nadal y Ernest Maragall está fuera de duda (muchos, en cambio, desconocían la personalidad de Apel.les Carod; en su descargo puede decirse que pocas personalidades de ERC eran hasta ahora conocidas), cierto. Pero la casual coincidencia produce desasosiego. Sabido es que la izquierda paga siempre muy cara la factura de las malas formas. No así la derecha, que no aparece ante las cámaras alardeando de manos limpias y, si lo hace, nadie, aunque la vote, la cree tan beata. Muy cerca de nosotros, en Castellón de la Plana, se acaba de descubrir una formidable infección del PP, agravada por unos ataques mafiosos y amenizada con sugestivas escenas conyugales. Por lo que sabemos, en este caso se mezclan los negocios turbios y el caciquismo más puro. El hedor que produce tumba de espaldas, pero apenas inquieta a la opinión pública. Protagonizado por un presidente socialista de la Diputación, este caso arrastraba como un río de fango al nuevo equipo de Rodríguez Zapatero y a la memoria de todos sus antepasados. Al PP, en cambio, no le erosiona un pelo. Las cosas son así, y así hay que gobernarlas.

La distinta vara de medir la corrupción política es uno de los vestigios culturales más persistentes de la tradición cultural de la izquierda. Es corruptible todo ser humano y nadie está vacunado, ni por origen ni mucho menos por adscripción a unas determinadas siglas, contra este fácil pecado civil. Pero toda corriente política tiene sus mitos y leyendas, y entre los de la izquierda están, en altísimo y preeminente lugar, la honestidad, el desprendimiento, la honradez, la sobriedad y una idea del bien común al que deben plegarse todas las contingencias personales. El gran error de los gobiernos de Felipe González fue no sólo la corrupción, sino el menosprecio de estos viejos valores cívicos. Sus electores estuvieron dispuestos a aceptar todos sus cambios de rumbo. Aceptaron la reconversión industrial y el giro de la OTAN, tragaron la LOAPA y habrían, si no tragado, cerrado, al menos, los ojos ante el GAL, pero el espectáculo que sirvió de puerta de entrada a la corrupción provocó, primero, la incredulidad de muchos votantes y, seguidamente, un progresivo e imparable desapego. Me refiero al espectáculo de aquellos socialistas perfumados, encantados de conocerse, que conducían coches de lujo, alardeaban de pragmatismo y usaban sin rubor la tarjeta de crédito institucional en los restaurantes más caros. En aquellos años, ¿recuerdan?, el generalmente lúcido Solchaga aplaudía los negocios rápidos que se hacían en España y Felipe González, al regresar de un viaje a China, afirmó aquello de "no importa que el gato sea blanco o negro, sino que cace ratones".

Años más tarde se demostró que sí importaba la blancura del gato. La blancura no es la ideología propiamente dicha, sino los modos y los sentimientos que transmite un Gobierno. De aquel fango llegaron los lodos de los deprimentes últimos años del felipismo. El nuevo Gobierno catalán debe guardar como oro en paño los valores de la izquierda cultural catalana. Están ya muy erosionados por el tiempo, por la crisis general de la izquierda europea. No son los vientos que soplan a nivel mundial, en pleno auge del neoconservadurismo, buenos para la lírica de las izquierdas. Y por otro lado, este Gobierno ha visto la luz después de un parto dificilísimo. Nada invita a la frivolidad. Todo habrá que ganarse con el sudor político más honesto y puro. La tensión nacional, de cuya cuerda tira por un lado el PP y, presumiblemente, CiU, agarrándose al clavo ardiendo para seguir con vida, expondrá la unidad de este Gobierno a duras pruebas (entre la cuales, otra fatigosa campaña electoral). El nuevo poder es frágil, a pesar de las novedades. Nada está ganado. Pero todo puede ser ganado si la nueva Administración catalana tiene en cuenta los versos de Petrarca que Maquiavelo cita al final de El príncipe: "La virtud contra el furor tomará las armas, y el combate será breve".

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