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La novela del alzamiento zapatista

Jorge Volpi

El presidente Carlos Salinas de Gortari apenas había terminado de brindar por el Año Nuevo de 1994 -y por la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, uno de los principales objetivos de su Gobierno- cuando recibió la urgente llamada del titular de la Defensa Nacional: al parecer, un grupo de rebeldes acababa de tomar por las armas la ciudad San Cristóbal de las Casas y otras localidades de Chiapas. Con la excepción de algunos miembros de los cuerpos de inteligencia -a los que nadie escuchó-, la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) tomó por sorpresa a toda la clase política. En contra de las primeras opiniones de los analistas, los alzados se parecían muy poco a los guerrilleros latinoamericanos de las décadas anteriores: su composición era mayoritariamente indígena y sus demandas, si bien todavía un tanto vagas, ya comenzaban a dibujar una apuesta por la democracia que los alejaba por completo de otras organizaciones de corte marxista. Para colmo, su jefe, el subcomandante Marcos, tampoco parecía un revolucionario común: pese a su militancia juvenil en el Frente de Liberación Nacional, un grupo clandestino surgido en los años setenta, su conducta y su estilo escapaban a todas las clasificaciones previas.

Luego de doce días de combates en los cuales perdieron la vida cientos de personas, Salinas cedió a la presión internacional y ordenó un alto unilateral al fuego. Una vez cerrada la etapa violenta del conflicto, la rebelión zapatista prosiguió la guerra por otros medios, trastocando para siempre la vida política de México y convirtiéndose en un referente obligado de las postrimerías del siglo XX. Gracias a un comunicado memorable, "¿De qué nos van a perdonar?", en donde se burlaba de la torpe benevolencia del Gobierno hacia los indígenas, Marcos se aseguró el respaldo de intelectuales, políticos y ciudadanos comunes de todas las tendencias políticas.

Desde entonces, el subcomandante ha pergeñado cientos de páginas -algunas, las mejores, dotadas de un agudo sentido del humor; otras plagadas, en cambio, por sentimentalismo fácil y ramplón-, y cientos de intelectuales y artistas en todo el mundo han tratado de responderle por medio de textos que van desde la más burda hagiografía hasta la descalificación más torpe y hueca. No podía ser de otro modo: desde el principio el subcomandante se asumió como una figura dispuesta a despertar toda clase de pasiones. No es casual que, en un exceso de entusiasmo, un analista llegase a decir que Marcos era el mejor escritor latinoamericano vivo: una afirmación que sólo puede entenderse si se entiende que la mayor creación literaria del subcomandante no reside en sus textos, sino en su puesta en escena del alzamiento zapatista y en la creación de su propio personaje.

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Sin duda, buena parte de la fascinación que provoca Marcos radica en su voluntad de transformar la realidad a través de las palabras. Dotado de una poderosa imaginación -la imaginación de los locos, los profetas y los novelistas-, el subcomandante se dio a la tarea de construir en su mente un mundo paralelo al nuestro y luego se aprestó a realizarlo. Tras casi una década de trabajo previo en las comunidades indígenas de Chiapas, Marcos venció un sinfín de obstáculos y por fin se impuso a sus rivales hasta convertirse en el líder natural del EZLN. Frente a quienes se obstinaban en buscar otras salidas, Marcos apostaba por la guerra: las armas no le otorgarían la victoria, pero sí le proporcionarían la relevancia necesaria para que el resto de la sociedad prestase atención a sus invenciones.

Si se examinan con cuidado los cientos de páginas escritas por el subcomandante, resulta evidente que su ardor guerrero tiene un origen marcadamente literario. Basta leer cualquiera de sus comunicados para darse cuenta de que la desbordada prosa del subcomandante, llena de efusiones líricas, humorísticas y sentimentales, no es una simple baladronada para confundir al enemigo, sino una cuidada estrategia de combate. Respaldado por los medios, poco a poco el subcomandante decantó su estilo hasta transformarlo en la marca de fábrica del zapatismo. Al analizar sus imágenes, metáforas y recursos estilísticos, uno puede comprobar que Marcos es dueño de un universo literario congruente en el cual es posible identificar, en proporciones variables, esbozos de jerga revolucionaria, un remedo de la sintaxis indígena, un humor à la Carlos Monsiváis y un heroísmo proveniente de la novela decimonónica. Sin embargo, ello no quiere decir que Marcos carezca de objetivos políticos, sino que su lucha contra la injusticia y la discriminación y a favor de los derechos indígenas se basa en gran medida en sus habilidades retóricas.

Al articular una revolución profundamente literaria, Marcos no sólo se encargó de renovar el lenguaje de la izquierda, sino que le concedió la facultad de "hacer cosas con palabras", para utilizar la expresión de John Austin. En efecto, las palabras del subcomandante produjeron efectos comprobables: sin duda, su voz -esa voz que se pretendía reflejo de la voz de los indígenas- contribuyó a la democratización del país y a la toma de conciencia de la marginación sufrida por los indígenas. Por desgracia, los defectos y errores del subcomandante también se deben a su afición por las palabras: aunque su humor a veces le ha servido como antídoto contra la megalomanía, su lenguaje también posee una vena autoritaria: fascinado con su propio estilo, Marcos no ha vacilado a la hora de sacrificar vidas humanas y principios con tal de cumplir su sueño. A la larga, esta falta de flexibilidad -de disposición para alcanzar acuerdos prácticos- ha terminado por dañar gravemente su causa.

A diez años de distancia, el balance sobre la actuación del EZLN y del subcomandante presenta numerosos claroscuros. Nadie puede negar que, pese a los resquemores iniciales, los zapatistas constituyeron uno de los grandes acicates del cambio democrático en México ni que, gracias a ellos, las comunidades indígenas han adquirido una visibilidad insospechada que ha permitido reforzar su autonomía. En nuestros días, su lucha continúa siendo un símbolo del combate contra las desigualdades y la injusticia amparadas por el modelo neoliberal. No obstante, también es necesario reconocer que el dogmatismo del subcomandante ha impedido una verdadera mejora en las condiciones de vida de las comunidades a las que dice defender.

A últimas fechas, Marcos parece haber perdido parte de la imaginación y el humor que lo caracterizaron en otros momentos. Acaso demasiado fatigado o simplemente incapaz de renovarse, permanece estancado en una especie de limbo. En momentos como éste, cuando en México la democracia se ha consolidado pero al mismo tiempo ha perdido su encanto, cuando los sectores más retrógrados del PRI se aprestan a resucitar -alentados por, of all people, Carlos Salinas de Gortari- y cuando tras el 11 de septiembre Estados Unidos está empeñado en ejercer un control unilateral sobre el resto del mundo, la voz de Marcos -su verdadera voz- se echa profundamente de menos.

Convertido en una figura de peso de la sociedad civil -con o sin pasamontañas- y reinventando su estilo para adaptarlo a las nuevas circunstancias, Marcos podría volver a convertirse en esa figura que le hace falta a México y al mundo en una época como ésta: uno de los líderes carismáticos e inteligentes que requiere el movimiento antiglobalización, sobre todo después del drástico cambio experimentado por el mundo a partir del 11 de septiembre de 2001. Por desgracia, el subcomandante ha decidido guardar silencio o extraviarse en disputas que no le corresponden, como su torpe devaneo con ETA. Oculto en la selva, Marcos se parece cada vez más a ese Rafael Guillén que en algún momento decidió dejar de ser: un militante de izquierda como tantos, dominado por los exabruptos y los caprichos de la ideología. Justo cuando el mundo se somete al poderío estadounidense, y cuando campea un absoluto desprecio hacia los habitantes de los países más pobres -las condiciones de vida de millones de personas en África representan para la Tierra una infamia mucho mayor que la de Chiapas para México-, hace falta alguien que cumpla, a escala global, el mismo desafío planteado por Marcos en Chiapas hace diez años.

A lo largo de estos años, el subcomandante ha demostrado su capacidad para remontar toda suerte de adversidades y tal vez ahora, cuando se cumplan diez años de la toma de San Cristóbal, haya llegado el momento de que renueve su camino. O quizás no sea así y el tiempo del subcomandante simplemente haya concluido: en tal caso, esperemos que Rafael Guillén le conceda a Marcos la digna sepultura que merece, a fin de que sean otros quienes prosigan su aventura: la guerra sin cuartel que aún queda por librar contra quienes se benefician a diario de la desigualdad, la marginación y la pobreza en todo el mundo.

Jorge Volpi es escritor mexicano.

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