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Una luz en el camino

A la memoria de Edward Said

Todos los que descendemos de España o hablamos castellano tenemos una inmensa deuda con los dos pueblos semitas: árabes y judíos. A los árabes les debemos una tercera parte de la lengua castellana. A los judíos, haberla fijado como lengua de la historia y del derecho, en vez del latín, en la corte de Alfonso X El Sabio. A los musulmanes les debemos una espléndida arquitectura, jardines que le devuelven la vista a los ciegos... y la buena costumbre de bañarnos. A los hebreos, una cultura de la economía y la administración pública que la intolerancia de Isabel y Fernando sacrificaron con el decreto de expulsión de 1492. La España árabe fue el conducto para que regresara a la Europa Occidental su propia cultura olvidada, la helénica, que los islamistas preservaron y diseminaron desde la Escuela de Toledo. La España hebrea, perseguida o disfrazada, nos lega las obras de los conversos: Fernando de Rojas, La Celestina y, acaso, el Quijote mismo... Árabe de Córdoba fue Averroes, el resurrector de Platón y Aristóteles. Y judío, Maimónides, igualmente nativo de Córdoba y autor de la Guía de perplejos, que reconcilia la fe hebraica, la ley y la filosofía.

Cuando se tiene una deuda tan grande, igualmente grande es el dolor que sentimos ante la tragedia del Medio Oriente: el conflicto interminable, irracional, entre dos pueblos hermanos. No olvidemos nunca que árabes y judíos son, ambos, semitas, descendientes de Sem, el hijo tercero de Noé, junto con Cam y Jafet. Israelitas de fe hebraica e ismaelitas de fe musulmana pertenecen a la misma familia, hablan variantes de la misma lengua; es más, pertenecen al tiempo cuando "toda la Tierra tenía un solo lenguaje" (Génesis, XI, 1). Son los pueblos anteriores a Babel. Y de ellos surgieron, nos dice la Biblia, "las naciones de la Tierra después del Diluvio".

Hoy, árabes y judíos hablan dos lenguas diferentes. E1 lenguaje de la violencia y de la sinrazón. Una ronda de infernal violencia devora sus tierras, sus vidas, sus futuros. Cada parte atribuye a la otra el terror. Pero la propaganda occidental suele presentar el terror como obra sólo de los palestinos y las acciones de Israel como puramente defensivas. El hecho es que sólo a partir de septiembre del 2000, 800 israelíes y 2.200 palestinos han muerto en actos de violencia. No se trata ya, sin embargo, de contabilizar cadáveres o atribuir culpas.

Se trata de resolver el problema, no de administrarlo. Se trata de llegar con espíritu constructivo a la mesa de negociaciones. Ni Sharon ni Arafat están dispuestos a hacerlo. El primero, porque representa una voluntad bélica sin cuartel contra Palestina, convencido como está de que Palestina quiere destruir a Israel, y en consecuencia, Palestina debe desaparecer. El segundo, porque carece de la autoridad y el prestigio necesarios para dominar a sus propios fanáticos. Y nadie parece dispuesto a imponerle a Tel Aviv la obligación de cumplir las ya innumerables resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, particulamente en lo que se refiere a un regreso a las fronteras anteriores a la guerra de 1967. Arafat, por su parte, ha dejado pasar la oportunidad generosa y sabiamente ofrecida por Bill Clinton en 1993, a través del entonces premier israelí, Yehud Barak.

La reunión de representantes de la sociedad civil israelí y palestina en Ginebra el pasado 1º de diciembre constituye un aliciente. Si los gobiernos no actúan, la sociedad lo hace afirmativamente. Los representantes de las partes en conflicto no eran secundarios. Del lado israelí, Yossi Beilin, antiguo ministro de Justicia. De la parte palestina, Yasser Abed Rabó, ex ministro de Información. Junto a ellos, los ex presidentes Jimmy Carter y Bill Clinton, de los EE UU; Lech Walesa, el liberador de Polonia; Nelson Mandela, el padre de la independencia surafricana; Simone Weil, ex ministra de Salud de Francia y prisionera de Auschwitz, además de jefes de Gobierno y de Estado en ejercicio como Tony Blair y Jacques Chirac. Ausente, mudo: George Bush. Tímido, a tientas: Colin Powell. Y Sharon gritando: "¡Traición!".

Las propuestas de Ginebra no son ni traición ni solución. Pero requieren bendición. Allí está la ruta de paz abarcando las concesiones que toda negociación afortunada deberá incluir. Palestina sería un Estado desmilitarizado en Gaza y Cisjordania. Recuperaría los barrios árabes del Jerusalén Este, así como la mezquita sagrada de Al Aysa. Contaría con un Estado nacional y fronteras definidas y seguras. Pero se niega el derecho al retorno de los palestinos expulsados por la partición determinada por la ONU en 1947, que sofocarían al Estado de Israel. En vez, éste abandonaría los asentamientos en tierras palestinas hasta el número de 100.000 habitantes, manteniendo a otros 300.000, pero a cambio de otorgar territorios de idéntica extensión al Estado palestino.

Se trataría, así, de volver básicamente a los parámetros propuestos por Clinton y al sentido común de dos Estados coexistiendo con fronteras claras, o sea, las de 1967. David Grossman, el notable novelista israelí que formó parte de la reunión de Ginebra, expresa la esperanza de que este acuerdo arroje luz sobre una ruta de paz que hoy resulta intransitable porque existe un vacío de liderazgo en ambas partes. Los extremistas israelíes han manifestado su furia ante el acuerdo de Ginebra: son los mismos que tildaron a Rabin de traidor y, al cabo, lo asesinaron. Los extremistas palestinos han declarado la fatwa contra los firmantes del acuerdo de Ginebra. Las fulminaciones contra el acuerdo sólo convencen a Grossman de que existe una alternativa a la violencia. Que se puede vivir de otra forma (EL PAÍS, diciembre 5).

Hanna Arendt, la gran pensadora judía, dijo en su momento que haber resuelto "el problema judío" en Europa al terminar la Segunda Guerra Mundial no significaba crear "el problema Palestino" en el Oriente Medio. Nadie pensó y luchó tanto por su propio pueblo palestino, pero también por el pueblo israelí, como el gran intelectual cristiano y palestino, asediado profesor de la Columbia University en Nueva York y recientemente muerto tras de resistir con coraje a una enfermedad devoradora, Edward Said.

"Dos cosas son ciertas", escribió Said. "Los judíos de Israel permanecerán. Los palestinos, también permanecerán...". El problema de Palestina se renovará, advierte Said. "Pero también se renovarán los pueblos de Palestina -árabes y judíos-, cuyo pasado y presente los une inexorablemente. El encuentro aún no ocurre", continúa Said, "pero ocurrirá, lo sé, y ello será en beneficio mutuo".

Dedico por todo ello este artículo a la memoria de Edward Said y lo recuerdo hace un año en Oviedo, recibiendo el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia junto con el israelí-argentino Daniel Barenboim, el músico magnífico. Cuando haya paz en Medio Oriente, el espíritu compartido del palestino Said y el judío Barenboim estarán presentes.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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