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Reportaje:FIN DE SEMANA

Menorca, el perfil de un sueño

Luz, silencio y rocas desnudas entre Maó y Ciutadella

Menorca es la suma; mejor, la fusión aún visible de una tierra lejana, de la cultura única de la piedra, del mar de los romanos que también ascendieron sus cumbres modestas, del viento enfadado de Tramuntana, de las recetas almendradas de los musulmanes, de una lengua matérica traída de Cataluña, de caballos medievales montados por señores feudales y por siervos aún ligados a la tierra, de asaltos sanguinarios de piratas xerigrafiados en los genes y en los aeropuertos, de ingleses que vinieron a traer el gin, la grandeza neoclásica de los frontones y unas cuantas palabras, y hoy vuelven, en pareja, con niños teñidos de hervor, a vigilar el rumbo de su heredad, de franceses que pasearon sus acantilados, de emigrantes que subieron a los barcos que hacían escala hacia Argelia y tuvieron hijos existencialistas, de empresas que se ahogaron en su éxito, de magnates que enriquecieron su aire con repetidores de televisión, de veraneos discretos de políticos y famosos, de las miradas de quienes estén dispuestos a aceptar que están en un lugar preciso del mundo y que, si ponen atención, serán capaces de entender su historia, el sentido de su luz, de sus rocas desnudas, de su tierra amarga, de la transparencia de sus aguas... de entender la materialización de un mundo.

Hace ocho años que abandonamos la isla. Vivimos allí durante tres años. Queríamos regresar, quizá como quien desea reencontrar a un amigo de siempre. Tras la nueva rotonda que da acceso a la carretera entre Maó y Ciutadella, las curvas, las desviaciones, el paisaje que atravesamos, nos llevan de la mano hacia otro tiempo. Regresar a un lugar en el que has vivido se parece a habitar en un sueño.

Ciutadella apenas ha cambiado. El enorme caballo que te recibe ya estaba allí, aunque todavía no se había bautizado el lugar como "la rotonda del caballo". Las tiendas son casi las mismas, con sus embutidos, sus quesos y sus botellas para turistas; los bares siguen en las mismas plazas, con sus terrazas desmesuradas abarrotadas de sillas de lona; el pequeño mercado, casi de juguete, ofrece, a un lado, desvergonzado, piezas de carne, y, a otro, esconde los pescados estrafalarios que aún respiran; los edificios mantienen sus colores desconchados y sus persianas de láminas mallorquinas. Naturalmente, reconocemos las novedades: un supermercado ha cambiado su nombre, han construido carreteras de circunvalación, cerca de nuestra antigua casa han abierto tres tiendas nuevas, remataron el paseo marítimo, casi una obcecación marginal... nada que cambie la sustancia ni el ritmo de las cosas, nada que trastoque el guión con que vamos reaprendiendo cuanto dejamos. Todo nos confirma que los sueños son inalterables.

Des Tancats

Desde la playa señalamos con el dedo los aviones que hacen las maniobras de aproximación cargados de nuevas remesas de turistas. Hemos elegido la playa de Des Tancats -o quizá se conozca como Algaiarens o como La Vall; uno nunca está seguro, en Menorca, de dónde se encuentra realmente- un día de domingo. Parecemos los únicos forasters, lo cual es todo un honor, y nos sentimos orgullosamente asimilados a los naturales de la isla. Detrás de nosotros, la duna cierra la playa, coronada de pinos; enfrente, el agua, cálida y poco profunda. Aletea en el aire el dulce sopor del verano y de la hora y del sonido único y blando de las olas y del día festivo. Pero aún no hemos olvidado que acceder a este paraíso rescatado de la herrumbre del tiempo nos ha costado cinco euros. Y lo mismo nos ha ocurrido en otras playas vírgenes que han perdido el adjetivo tras el débito de idéntica cantidad. Llega de lejos este problema de señores feudales y derechos ciudadanos, camuflado bajo diversos nombres. Es lástima, pues cuando estos mismos aviones despeguen de regreso a sus países, llevarán un cargamento de turistas convencidos de que han estado de vacaciones en un parque temático de paisajes idílicos en el que continuamente había que renovar la entrada. Lo dijo el poeta: a las cosas se las mata poniéndoles precio.

Otra atracción turística de este parque temático son los poblados megalíticos. Algunos han iniciado su carrera comercial. Otros conservan aún el encanto de hallarse medio olvidados de la civilización entre los muros que estrechan la cinta de carreteras que no llevan realmente a ningún sitio. Hemos decidido gastar la tarde visitando algunos de estos poblados escondidos cerca de Ciutadella. Nos desviamos de la carretera que lleva a Maó, y, al cabo de unos pocos kilómetros, un pequeño ensanche nos anima a aparcar el coche. Caminamos junto a un muro de piedra. En los campos cercanos, los sistemas de riego ponen un rumor casi industrial a la planicie del cielo. Iniciamos la visita a los distintos monumentos: la taula, el talaiot derruido, las cisternas de agua y grano, los enterramientos... Las piedras se dejan acariciar por la vista, resultan amables, como autómatas descompuestos y sin imaginación de una civilización remota. Casi nada es exuberante en la isla, y mucho menos sus piedras.

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Sin lugar a dudas, el puerto de Ciutadella es una de las imágenes tópicas de la isla, que, a pesar de sus parajes tan hermosos, carece de un icono que la represente. Por fortuna: la reducción de palabras, la reducción de imágenes es también una reducción mental. Acabamos de subir del puerto. La curva que da acceso a la plaza del Borne debe de ser el metro cuadrado de Menorca donde más fotos se disparan. Decidimos callejear por detrás de la catedral. La luz de las farolas hace aún más amarilla la piedra de marés de los edificios, embalsama en resina las persianas mallorquinas. El reloj de la catedral da la hora. El tópico literario me obligaría ahora a la voltereta del tiempo hacia el siglo XIX, romántico, nocturno, evocador de misterios. Sin embargo, no hace tanto que estuvimos aquí; hace, concretamente, ocho años. Oímos los pasos de una carrera. Un hombre suramericano aparece de pronto y tuerce por una bocacalle. No todo es igual que antes. Los organismos vivos, como una isla, cambian de continuo. Pero en el silencio que se vierte después sobre nosotros, nada impide que nos sintamos otra vez caminando por un sueño.

- José Antonio Sainz Díez (Madrid, 1965)es profesor de Lengua y Literatura y autor de Las provincias (premio Ángel González de poesía en 1993) y La imprecisión de los límites.

Atardecer en el puerto de Fornells, al norte de la isla balear de Menorca.
Atardecer en el puerto de Fornells, al norte de la isla balear de Menorca.TOLO MERCADAL

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir

- Iberia (902 400 500; www.iberia.com) tiene vuelos de ida y vuelta entre la Península y Maó, a partir de 67,58 euros, tasas incluidas.

- Otras compañías que también vuelan entre Menorca y la Península con precios similares son Air Europa (902 401 501; www.aireuropa.com) y Spanair (902 13 14 15; www.spanair.com).

- Trasmediterránea (902 45 46 45; www.trasmediterranea.com). En invierno hay un ferry nocturno con salida los sábados desde Valencia y los lunes, miércoles y viernes desde Barcelona. Ida y vuelta en butaca, 72,20.

Dormir

- Central de reservas on line de la Asociación Hotelera de Menorca: www.visitmenorca.com.

- Port Maó (971 36 26 00; www.sethotels.com). Fort de l'Eau, 113. Maó. En invierno, habitaciones dobles desde 43 euros.

- RTM Capri (971 36 14 00; www.rtmhotels.com). San Esteban, 8. Maó. Habitación doble, 73 euros.

Información

- Oficina de turismo de Menorca en Maó (971 36 37 90; www.visitbalears.com).

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