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Columna
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Naftalina

La naftalina es una sustancia muy de derechas. Cuando se pronuncia, la palabra naftalina sugiere un aroma rancio y extiende a su alrededor una atmósfera que huele a orden conservador. Es un orden de armario, que es donde la derecha abundante guarda lo que no conviene a la temporada, o donde la derecha represora confina lo que no quiere mostrar: no en vano, los gays han acuñado la expresión salir del armario para referirse a su liberación de la cárcel u oscuro escondrijo a los que la naftalina moral de la derecha los ha condenado con implacable crueldad de desinfestador. Resulta, pues, paradójico que el portavoz del Grupo Popular en el Congreso, el derechista Luis de Grandes, haya tachado el homenaje a las víctimas del franquismo, que organizan todos los grupos parlamentarios excepto el PP, como revival de naftalina (curiosa expresión que aúna un anglicismo de evocación musical con la peste anacrónica de esas bolitas de protectorado español). Este gobierno tan de derechas se está haciendo especialista en confusionismo oral (nada que ver con Confucio, aunque lo pronuncie Arenas), en dar la vuelta a la tortilla semántica y, así como Ana Palacio y José María Aznar felicitaron a los españoles por su solidaridad contra el terrorismo de Sadam Husein cuando en realidad nos manifestábamos contra su invasión y guerra de Irak; así como recientemente Esperanza Aguirre dijo al PSOE que hay que ser más progresista (y por una vez no le faltaba razón, pero ya es ironía); así ahora la naftalina, según Grandes, es cosa de la izquierda (que también tiene su parte de verdad, pero ya es recochineo).

En su oposición a ese homenaje, al PP se le ha visto el plumero, que es un artículo de limpieza también muy de casa de derechas. Pues más allá de su necesidad (suele ser póstumo), cualquier homenaje tiene un sentido de reconocimiento, y en él radica su incierta aunque aliviante utilidad. No apoyarlo, por tanto, es negar ese reconocimiento. En consecuencia, y en este caso, negarlo es hacerse cómplice del verdugo, o sea, de Franco, lo que, por otra parte, no es, en absoluto, de extrañar: del PP, los que no eran franquistas en un sentido estricto (Fraga, por poner el ejemplo más fácil), son sus hijos o sus nietos (casi todos los demás). Así que mejor guardar con naftalina las tropelías de papá en el armario del olvido. Y a poco que nos descuidemos con el revival popular, papá Franco acaba siendo un ángel que actuó por amor a esta patria nuestra que es España, como el abuelo Pinochet allende los mares. Para apoyar su moderna y democrática negativa, Luis de Grandes comete, sin embargo, un craso error de argumentación. Se remite a la elaboración de la Carta Magna y dice que no se hizo entre "vencedores y vencidos". En efecto: se hizo entre vencedores y supervivientes. Los vencidos son, justamente, aquellos a quienes se quiere homenajear. Menos mal que de entre la apolillada memoria de Felipe Alcaraz surge el recuerdo de la postura abstencionista de Aznar y los suyos de entonces (la naftalínica AP) frente al referéndum constitucional. Lo que son los armarios bien ordenados. Puestos, por otra parte, a confinar en el armario del olvido eso que Luis de Grandes denomina "restos de odios", bien pudiera retirarse la subvención que concede este gobierno a la Fundación Francisco Franco, destinada a honrar la memoria de aquella destructora polilla que era el dictador en un revival que, sin embargo, la ministra Pilar del Castillo califica como estudios históricos. Puestos, en fin, a confinar en los armarios del olvido todo símbolo odioso, bien pudiera hacerse un hueco en los sótanos del Vaticano de nuestra conciencia histórica para arrumbar la estatua de Franco que aún cocea a sus anchas en la plaza de San Juan de la Cruz.

Por cierto que a naftalina deben de oler también las colchonetas que, graciosa y caritativa, ofrece Ana Botella a los indigentes en el nuevo refugio de la Casa de Campo, que se abrirá a los ateridos siempre y cuando las temperaturas en Madrid bajen no a uno ni a dos, sino a cero grados. Resulta que la concejala que se lleva los Asuntos Sociales a un carísimo edificio del barrio de Salamanca (el adoquinado de La Latina no encaja con el zapato de salón) quiere el año que viene, si le sobra dinero del alquiler de lujo de la calle de Ortega y Gasset, mejorarlo con camas. Como siga tan progresista, acaba por ponerles armarios.

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