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BARCELONA PIERDE A SU SIMIO BLANCO
Columna
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Se llamaba 'Nfumu Ngui'

Si no recuerdo mal, la primera noticia que tuve de la existencia del albino fue gracias a la revista National Geographic, a la que estaba suscrito el que entonces era mi suegro. Era el número de marzo de 1967 y en la portada figuraba una fotografía del albino -que a la sazón debía contar un par de años- con la siguiente leyenda: Snowflake, the world's first albino gorilla. En el interior, un extenso artículo del doctor Arthur Riopelle, director del Centro Regional Delta para la investigación de primates de la Universidad de Tulane, me puso al corriente de las peripecias en torno a su captura y posterior adquisición por el señor Sabater Pi, a cargo del zoológico barcelonés.

Así pues, gracias al señor Sabater Pi teníamos en el zoo a un gorila de costa albino, el único gorila albino que se conocía en cautividad, huérfano (le habían matado a la madre), de una edad aproximada de dos años y al que algún gracioso le había bautizado con el waltdisneyano nombre de Snowflake (Copo, Copito de Nieve). Toda una rareza. Y encima nos había costado una miseria: poco más de 10.000 pesetas.

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A mí no me agradaban -y siguen sin agradarme- los zoológicos. De niño, mi padre me había llevado a ver el zoo de nuestra ciudad, donde vi animales famélicos, jaulas vacías y una elefanta, Perla creo que se llamaba, con la pata presa en una argolla. Poco después mi padre me llevó también al zoo de París, donde años más tarde asocié las jaulas de los primates que allí vi con el tétrico paisaje de la isla del Doctor Moreau. No me alegré en absoluto por la llegada del pequeño albino a nuestro zoo. "Pobre animal, mejor que lo hubiesen matado con su madre", llegué a pensar.Pero lo que más me indignó fue el nombre con el que lo habían bautizado, probablemente el propio doctor Riopelle. Y me extrañó, porque los científicos tienen por costumbre bautizar a los animales que capturan y luego exhiben con su nombre de origen. En el caso de nuestro gorililla, su nombre debía ser Nfumu Ngui, es decir, "gorila blanco" en la lengua de la tribu de los fang, de la entonces Guinea Ecuatorial española, que fueron quienes lo capturaron.

Luego vino el numerito del alcalde. Eso ocurrió el mismo mes en que se publicaba el número del Natonal Geographic y Copito de Nieve saltaba a la fama. No sé a quién se le ocurrió la feliz idea de llevar al pequeño gorila al Ayuntamiento el día de San José, para celebrar la onomástica del señor alcalde, don José María de Porcioles. Le vi fotografiado -en La Vanguardia- subiendo, con dodotis, los escalones del Ayuntamiento, camino de la alcaldía, y luego sentándose en la silla del despacho del señor Porcioles, mientras éste le daba la mano. Parece que aquel día el gorililla se cagó, aunque, afortunadamente, no en brazos del alcalde Porcioles.

Todavía no nos conocíamos, el albino y yo, y todavía no le había sacado en los papeles. Fue un año y medio después del numerito del alcalde cuando me decidí a dedicarle uno de los artículos que diariamente publicaba en el diario Tele-exprés . Ese artículo surgió a raíz de una conversación que tuve con Gabriel García Márquez en el bar La Tour -donde preparaban un excelente dry martini-, en lo alto de la calle de Urgell, y donde Gabo y yo solíamos coincidir alguna que otra vez. Gabo hablaba de poesía y de pronto dijo una frase: "Mientras haya un hombre asustado habrá poesía". Y yo, no sé cómo, asocié el hombre asustado con el albino, con Copito, el poeta, "Copito de Lautréamont" , así se titulaba mi artículo. En él hablaba de los tranquilos caponatenses -los vecinos de Gabo, el cual a la sazón habitaba en la calle de Caponata-, los cuales se mostraban incapaces de percatarse del gran honor y, a la vez, del gran terror que la suerte les había deparado al enviarles a esta criatura albina, a ese pequeño monstruo, el cual, con los años, y más deprisa de lo que se imaginaban, se convertiría en una especie de King-Kong, en un fascinante poeta maldito, el cual habría de liberarles de su beatífica tranquilidad. En mi artículo, le decía a Gabo que, desgraciadamente, los tranquilos caponatenses se habían olvidado de ofrecerle pubilles frescas y sabrosas al pequeño albino, así como ramos de nardos. Y terminaba con estas líneas: "Pero llegará un día, tú bien lo sabes, Gabo, en que el albino romperá los barrotes de su jaula y se perderá en la ciudad en busca de lo que es suyo. Y se merendará a los tranquilos caponatenses que jamás se asustaron ante la mirada equívoca del albino, del poeta. Nuestro Lautréamont enjaulado".

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Gabo se fue, cerró La Tour (nunca más supe qué se hizo de su barman, un canario de gran clase), llegó la bendita transición y el albino siguió tras los barrotes o los cristales de su jaula, hasta ayer a primera hora de la mañana, en que se murió de un cáncer de piel a una edad que, para un gorila, viene a ser la equivalente del no menos mítico Mickey Mouse.

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