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Columna
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El desafío

Tras escuchar el discurso del lehendakari el pasado día 26, en el que presentó las líneas maestras de lo que será el nuevo Estatuto Político, y tras las reacciones suscitadas por el mismo, se me ocurren algunas observaciones. La primera, y más evidente, es que el Gobierno vasco, que es quien presenta la iniciativa, ha sabido articular un proyecto cuya trascendencia no puede ser minimizada. Sea cual vaya a ser su suerte inmediata, el lehendakari ha fijado un referente que va a ser básico para el futuro del nacionalismo, así como para el debate político español sobre la organización del Estado. Ya no nos hallamos ante propuestas tan inconcretas como la del derecho de autodeterminación, reivindicado casi como un derecho sin objeto, o la de la independencia, casi puro onirismo simbólico si no la alimentara tanta sangre. Lo presentado hace unos días, por extremado que sea, supone un ejercicio de racionalidad y abre un horizonte posibilista para un debate que, más tarde o más temprano, se va a plantear más allá de la geografía vasca.

Mi segunda observación se refiere a la reacción de la oposición, aunque no haya sido del todo unívoca y quepa ya distinguir en ella algunas gradaciones. Supongo que es una reacción idónea para descalificar el plan ante la opinión pública, pero frente a la rotunda convicción de que hace gala Ibarretxe, la respuesta de sus adversarios políticos se presenta cargada de nerviosismo. Insisto en que quizá sea idónea para descalificar el plan, aunque de ninguna manera va a desactivarlo como programa realizable para el nacionalismo vasco, un objetivo posibilista. Otro tipo de reacción por parte de la oposición hubiera podido acaso adecuarlo a nuestra realidad constitucional, pero una reacción de esta otra naturaleza hubiera requerido otro contexto previo: el del debate sobre el desarrollo federalista del Estado de las Autonomías. Apunto igualmente que, por triunfalistas que pudieran parecer, las alharacas de Otegi, haciendo suyo de alguna manera ese plan, lo que indicaban en realidad es el desarbolamiento de la organización que representa ante un proyecto que, lejos de ser el suyo, desactiva su nebulosa sangrienta.

En contra de lo que se afirma estos días, opinión que se acentuará a medida que transcurra el tiempo, el plan de Ibarretxe, si nos atenemos a lo que se nos ha dado a conocer de él, no afecta a la unidad de España, sino a la organización del Estado. Es cierto que habla de una asociación en pie de igualdad "con" España y de relaciones bilaterales, en lugar de hablar de una asociación en esos términos "en" España. Esa insistencia en la bilateralidad, además de algunos contenidos de la propuesta, acentúan ese carácter de cuerpo extraño, destacado de la totalidad española, aspecto que no sería tan llamativo si las demandas del plan se hubieran presentado en el contexto de una propuesta global de reorganización del Estado. Un contexto imposible, porque no responde a una demanda real, razón por la que el plan de Ibarretxe adquiere el perfil de un desafío cuyos efectos no van a ser desdeñables.

El plan surge de una necesidad exclusiva del nacionalismo vasco para asentar su hegemonía. No es difícil conjeturar, ya de partida, que su viabilidad es nula, a pesar de lo cual Ibarretxe no va a retirarlo. No lo va a hacer porque incluso de su previsible fracaso él piensa extraer un triunfo: un programa de futuro para el nacionalismo en su conjunto. De ahí que vaya a mantenerlo hasta sus últimas consecuencias, hasta esa consulta popular al margen de la legalidad que nos anuncia. Y esas últimas consecuencias pueden ser nefastas, en lo que radica la ceguera autista de su plan. Hay ya voces que vuelven a demandar una suspensión de la autonomía vasca. En un país descentralizado en el que esa autonomía no es una excepción, no se ve claro qué régimen administrativo vaya a sustituirla sin que de ello devenga una puesta en cuestión del Estado de las Autonomías mismo, es decir, una regresión autonómica para la que no faltan predicadores. Sobra decir que una resolución de esa naturaleza no se daría sin resistencia del conjunto de la sociedad española y que arruinaría las presuntas virtualidades del plan, cargando de argumentos a discursos y prácticas más radicales. La pertinacia de Ibarretxe puede resultar suicida para sus propósitos, pero es aún más grave que pueda sumirnos a los demás en una pesadilla de la que creíamos haber salido hace tiempo. Ocurra lo que ocurra, el debate sobre la orgnización del Estado está servido.

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