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Cuando los mercenarios asesinan la democracia

Uno de los hombres de más dinero de este país, cuando abordábamos la transición, me dijo un día: "Amigo Adroer, vamos a entrar ahora en lo que llaman democracia. A mí la democracia que me gusta es la de EE UU, donde 100 millonarios se reúnen en Boston y otros 100 en San Francisco y eligen, cada grupo, a un hombre que será el candidato que presentarán". Mi amigo sabía que la palabra democracia podía tomar forma en diferentes cuerpos. Él gustaba del sistema democrático de los millonarios reunidos al este y al oeste, no lo ocultaba y advertía a los inexpertos en democracia que abordaban la transición con la idea de que se iba a entrar en un escenario que daría la oportunidad de elegir a la mujer o al hombre que más amaba al pueblo que lo elegía, dispuesto a sacrificarse por él, en una palabra, el más humano, el mejor, el más digno. Mi amigo, de una inteligencia notable, quien no ignoraba que la sombra de EE UU iba a planear cada vez con más fuerza en cualquier democracia y no democracia, quizá no imaginó que la evolución del sistema que le gustaba tendría un desarrollo tan fulgurante y adúltero como el que se está viendo hoy en California. Ya no se necesitan 100 millonarios. Bastan un par de ellos con el candidato adecuado. Tan fulgurante y rápido, que Norman Birnbaun se preguntaba en EL PAÍS a finales de agosto "si los implacables imperialistas que ocupan hoy el poder serán capaces de dejarlo en caso de sufrir una derrota electoral" cuyo preludio sería Florida en la elección de Bush.

Todo el mundo sabe que el concepto de democracia, el poder del pueblo, nació en Grecia, y después de tantos avatares el mundo moderno quiso implantarlo como el sistema político que, si no era perfecto, era el mejor. Una persona, un voto. A este convencimiento de que este sistema es el poder del pueblo ha sucedido la ley de hierro de que aquel que por cualquier motivo -cosa absolutamente excepcional- se presente no respaldado por el dinero, y además venza, debe ser rápidamente eliminado, incluso físicamente, para que de nuevo impere el imperio de "la ley", la de los millonarios en sendas reuniones que preceden a la elección.

Lo clave para los millonarios que se reúnen en la costa este y en la costa oeste es que no solamente todo el mundo crea que es la única encarnación de la democracia, sino que cualquier otra forma es ilegítima. Es más: en el caso excepcional de que fuera elegido alguien que no figurara en las listas de los dos océanos, los dos grupos poseen una válvula de seguridad, que suele ser el Ejército, para llevar al pueblo de nuevo a la única, verdadera y auténtica manera de ejercer una persona un voto. Esto se dio en el hecho Allende. Tras una lucha de decenios logró inmiscuirse en el sistema bipolar. Allende ignoraba que antes de que lograra el rompimiento bipolar, a fines de 1969, como nos relata García Márquez, "tres generales del Pentágono cenaron con cuatro militares chilenos en una casa de los suburbios de Washington. (...) En los postres, uno de los generales del Pentágono preguntó qué haría el Ejército de Chile si el candidato de la izquierda, Salvador Allende, ganaba las elecciones. El general Mazote contestó: "Nos tomaremos el Palacio de la Moneda en media hora, aunque tengamos que incendiarlo".

Lo que hicieron hace 30 años. Bombardearon el palacio, asesinaron a Salvador Allende -demócrata respetuoso como pocos de toda ley nacional e internacional-, capturaron y torturaron a tantos de quienes estaban con él, que ya figuraban en la lista que iniciaron el Ejército y la derecha desde el día en que salió elegido presidente, para cuando llegara el golpe. Kissinger apresuró su viaje a Santiago de Chile para felicitar a Pinochet y Margaret Thatcher se congratuló de que éste hubiera devuelto la democracia a Chile, es decir, la democracia de los dos océanos. El cuadro se completa con las obligadas transiciones en que todos los familiares de los muertos, torturados, todos los expoliados y robados, los exiliados, ellos y los hijos de sus hijos deben comportarse sin rencor, es decir, deben olvidar que sus esposos, esposas, hijos y amigos sufrieron y no pedir responsabilidad alguna por ello, en tiempos en que si alguno de ellos roba unos tejanos en unos grandes almacenes corre el riesgo de acabar en la cárcel.

El ciclo infernal recomienza cuando otro demócrata que no es del gusto de los potentados aparece. Si es otro Olof Palme acabará en el magnicidio. En el caso de que el pueblo se haya implicado en el proyecto del elegido por él, es decir, otro Allende, las consecuencias serán las que conocimos en 1973.

En Cuba, también cada persona tiene un voto, y les agrada el poder del pueblo, pero no votar por uno de los dos candidatos que proponen los millonarios de Boston o San Francisco. Se enorgullecen de un sistema que con todas las precariedades económicas tenga un índice de mortalidad infantil inferior al de Washington DC, y no ignoran que en Cuba hay un gran número de presos -como ha escrito Ernesto Cardenal- sufriendo las condiciones más rigurosas, para quienes no hay día ni noche, porque tienen los ojos vendados. También les han tapado los oídos, y los mantienen en perpetuo silencio. Y están privados de toda sensación táctil, porque tienen las manos forradas. Son centenares cuyos nombres no han sido dados a conocer, y no se sabe de qué se les acusa, y no han sido juzgados, y mucho menos condenados, y no tienen defensor, y están cumpliendo una sentencia infinita, porque no se le ha puesto término. Son los presos que Bush tiene en Guantánamo, y tampoco les gusta.

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Hace ya tantos años me sumergí con pasión en la lectura de El nombre de la rosa sin saber que al pasar la última página iba a faltarme el aliento. Nomina nuda tenemus eran las últimas palabras del libro en latín que en romance dicen "las palabras que manejamos han quedado vacías de significado". Sí. Nomina nuda tenemus. También para la democracia.

Xavier Adroer es sociólogo.

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