La séptima vida de Yasir Arafat
Yasir Arafat, 74 años, líder guerrillero, jefe terrorista, maestro de la escenografía política, agitador premoderno, dispensador de nepotismos, gobernante sin poder, y todo ello a la vez, pero, más que nada, inventor de un pueblo.
Las cosas comienzan con el nombre. Mohamed Abdel Rahman Abdel Rauf Araf A Qudus al Huseini. Mohamed Abdel Rahman, nombre propio; Abdel Rauf, el de su padre; Arafat, por su abuelo paterno y la montaña desde la que los peregrinos de La Meca apedrearon al diablo; Al Qudus, el apellido, y Al Huseini, su clan jerosolimitano. A los 18 años adopta el nombre de un guerrero del profeta, Yaser Ben Amar, de donde deriva su nom de guerre, Abu Amar, Padre de Amar, como es tradición en el mundo árabe que nadie quede sin descendencia.
Hijo de padre natural de Gaza, medio egipcio, y sólo madre plenamente palestina, suele hagiografiarse como nacido en Jerusalén, en 1929, cuando lo fue en El Cairo
El presidente de la Autoridad Palestina es un hombre que se ha inventado su historia, pero, a diferencia del iluso común, haciendo que casi toda ella se haga realidad
El 21 de junio de 1967 aparece en Cisjordania un individuo de oratoria emocional que con frecuencia remata con sollozos su estruendo patriótico
Para el jefe en ciernes, que ha luchado en 1948, la contienda que Israel llama de los Seis Días, de junio de 1967, es una primera cristalización de futuro
No es, sin embargo, un jefe guerrillero; lo suyo es la exaltación y el combate como guía de un movimiento, pero no la organización ni el mando militar
Hoy, Arafat es un veterano dado a esporádicas somnolencias, de belfo envejecido, que, sin embargo, resucita cuando más se siente acosado
El presidente de la Autoridad Palestina, desde hace más de dos años preso en un complejo de edificios ruinosos de bomba y de metralla, la Muqata de Ramalla, al que Washington quiere desposeer del ejercicio de su cargo, y Jerusalén dar muerte o cuando menos deportarlo, que vocea, entre una muralla de cuerpos que ofrecen su vida por la suya, su desafío al ocupante, es un hombre que se ha inventado su historia, pero, a diferencia del iluso común, haciendo que casi toda ella se haga realidad.
Hijo de padre natural de Gaza, medio egipcio, y sólo madre plenamente palestina, suele hagiografiarse como nacido en Jerusalén, en 1929, cuando lo fue en El Cairo, y en su edad formativa sólo vivió en la Ciudad Santa de 1933 a 1937. Su primera invención ya es la de un revolucionario, pero sin revolución; agitador blanco, sin ideología, sin pensamiento, nacionalista puro, palestinista sin adjetivos, imam-ómnibus para la causa.
Estudia ingeniería en El Cairo con calificaciones indiferentes, emigra a Kuwait en 1959, y allí se gradúa de hombre de negocios como constructor, con lo que se hace un buen pasar. Con la coquetería que ha desarrollado en años de exposición a la prensa, dijo a un medio anglosajón que, como líder palestino, nunca había devengado salario, porque vivía de lo ganado en el emirato. Lo del salario es posible, pero, sobre todo, porque hace muchos años que nadie en el mundo árabe osa cobrarle nada.
Su gran actividad, en cambio, es la de publicista, mitinero público, tertuliano de corrillo, y sobre esa lámina en blanco -personaje que se busca a sí mismo como autor- lanza en 1959 la Harakat Tahrir Filastin, acrónimo de Fatah, conquista, término que se aplica a las primeras grandes correrías del islam. Y lo hace acompañado de sus iguales de entonces, Abu Iyad y Abu Jihad, cuya desaparición muchos creen que cambió la historia y la naturaleza del liderazgo palestino.
Un código de señales
Arafat, incluso cuando aún no es nadie, ya no da puntada sin hilo. Adopta el kufiyeh, el pañolón a cuadros de mantel que sus contemporáneos llevan al cuello y él se organiza en torno a la cabeza, pero cuidando de que hasta en el fragor de la batalla caiga sobre el hombro, en forma que recuerde el mapa de Tierra Santa. Todo él es un código de señales de la arabidad palestina.
A finales de 1964, el presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, hace que funden la Organización para la Liberación de Palestina, básicamente, para que no lo hagan otros; una comitiva más que una fuerza, al frente de la cual emerge un El Chukeiry. Pero Arafat, el líder sin atributos, sabe que es mejor quedarse fuera. Las otras organizaciones, casi todas a la izquierda, que comienzan a abrazar la causa guerrillera, FPLP, FDPLP y demás, en una insondable sopa de siglas, tienen razones revolucionarias para abstenerse. Arafat, olfato.
Para el jefe en ciernes, que ha luchado con una fuerza de la Hermandad Musulmana en el frente de Gaza, guerra de 1948, la contienda que Israel llama de los Seis Días, de junio de 1967, es una primera cristalización de futuro. La derrota árabe es su mayor victoria. Con los ejércitos árabes barridos del mapa; Cisjordania, Gaza, Jerusalén-Este, el Golán sirio y el Sinaí egipcio, en manos sionistas; el fin del arabismo y eclipsada la estrella de Nasser, sólo la llamada a las armas de un grupo guerrillero apenas conocido redime al pueblo palestino de su desesperación. Al Fatah llenará pronto ese vacío.
El 21 de junio, recién anexionada la Jerusalén oriental por Israel, aparece en Cisjordania un individuo de apenas 1,60 de estatura, y oratoria tan emocional que con frecuencia remata con sollozos su estruendo patriótico. Es una leyenda que se escribe a medida que se encarna, aunque de propensión a confundir sus deseos con realidades. Son los años de Vietnam, del Che que lo multiplicaba, tantos como junglas, a millares, y Arafat trabuca a la vez geografía y demografía. Quiere una insurrección de masas, allí donde sí hay masas, pero no verdaderos santuarios, porque los Estados árabes no son parte entera en la refriega, como sí lo era Vietnam del Norte. En unos meses, nueve de cada diez guerrilleros enviados desde Jordania o Líbano por Arafat, que es líder militar de la organización desde el año anterior, no vuelven a sus bases, muertos, apresados o en indecisa desbandada. Aquello no es Indochina.
Se diría, sin embargo, que una estrella, seguramente la de Belén, pues siempre ha llevado su cruz al cuello, vela por el impulsivo jefe guerrillero. En diciembre de 1967 cae Chukeiry, y aunque Nasser y sus adláteres temen a un Arafat que les produce hipocondría y nombran por ello a un ilustre irrelevante, Yahya Hamuda, Al Fatah y las demás organizaciones entran, por fin, en la OLP. Arafat obtiene 33 de los 105 miembros del Consejo.
En marzo de 1968, el líder ha instalado su cuartel general en Karameh -apropiadamente, dignidad-, confluencia de vados y caminos entre la orilla occidental, conquistada por Israel, y Jordania. El Ejército vencedor, Tsahal, golpea la zona con frecuencia, pero el incordio palestino exige otras medidas. Y el 21 de marzo de 1968 decide arrasar con una fuerza de 15.000 hombres, tanques, artillería y aviación. Arafat, que sabe dar a la guerra una teatralidad hipnótica, decide plantarse con 300 guerrilleros mal armados; en Ammán, el rey Husein no puede perder cara y destaca varias compañías de artillería, que ocupan las alturas próximas. Aquella noche, el Tsahal se retira, pero la guerrilla permanece. Ha tenido cerca de 150 muertos, a los que hay que sumar unos 20 artilleros jordanos. Los israelíes se llevan unas 30 bajas propias, pero, sobre todo, una sorpresa: el árabe combate.
Culto a la personalidad
El mundo palestino reconoce en olor de masiva santidad a un líder. Pósters, se dice que sellos y monedas, portadas de revistas, reproducen la primera imagen de un culto a la personalidad que ya no cesa. En unos días, 10.000 voluntarios corren a enrolarse en Al Fatah, Nasser le entrega una emisora, y junto a él crecen los que todavía son sus pares: Abu Iyad, el organizador, y Abu Jihad, que le ha sucedido en la comandancia de lo militar. Arafat alcanza la presidencia de la OLP en febrero de 1969, con lo que ya está donde quería.
No es, sin embargo, un jefe guerrillero; lo suyo es la exaltación y el combate como guía de un movimiento, pero no la organización ni el mando militar. Su acción guerrillera es, por lo mismo, el sucedáneo de quien sueña con un Estado propio. La OLP está instalada en Jordania y Líbano, y, a falta de Palestina, los fedayin dictan sus propias leyes, parlamentan en público el destronamiento de Husein, pero ese supuesto Estado dentro del Estado, en realidad, sólo es un desfile. Arafat está convencido de que la opinión árabe, la vecindad de una Siria radical y los 17.000 soldados iraquíes acantonados en Jordania harán que el rey se contenga, pero el 16 de septiembre de 1970, seguro del apoyo norteamericano e israelí, Husein lanza a sus fuerzas contra los 15.000 guerrilleros que señorean el país. Los fedayin combaten con valor, miles de jordanos, que son palestinos, se pasan a sus filas, y hasta el día 25 sus posiciones en Ammán resisten, pero Arafat no había previsto posiciones de retirada, ni abastos, ni siquiera combates, y el 27, Nasser rinde su último servicio fraguando un alto el fuego que nadie piensa cumplir. Muere al día siguiente, exhausto de fracasos y diabetes, a los 52 años.
La herencia para la OLP es de casi 4.000 muertos, la pérdida de sus bases jordanas, el nacimiento de Septiembre Negro, el grupo terrorista que asesina en 1972 a 12 atletas israelíes en los Juegos de Múnich. La banda, como la de Abu Nidal años más tarde, es un precipitado de todas las guerrillas palestinas. ¿Daba Arafat las órdenes? ¿Conocía previamente los atentados? Seguramente, no a lo primero; quizá sí a lo segundo, y rotundo sí a lo tercero, que es que nunca trató de sofocar su acción. Pero otra vez hay rebotes salvadores. La opinión en los territorios se vuelve contra Husein; en Cisjordania ya no hay jordanos, sólo ciudadanos que se declaran palestinos.
La Guerra de Octubre
Los Estados recuperan su protagonismo en 1973, con la Guerra de Octubre. El presidente egipcio, Anuar el Sadat, dice que la ha ganado y recobra el Sinaí, haciendo la paz con Israel en 1979-1982. En 1975 ha estallado la guerra civil libanesa, en la que los cristianos quieren eliminar a las bandas palestinas. Arafat demuestra su valor y salva a trompicones milagrosamente la vida, pero cuando Siria impone una paz armada en 1977, muere el sueño de un Líbano palestino.
En Beirut había dejado que bautizaran el barrio de Fahkani, donde vivía, como República de Fahkani, y por primera vez chapotea en un lujo que, si no precisa como propio, sí utiliza para hacer del aliado un cliente. Pero, sobre todo, sin Egipto la carta militar se ha esfumado. Arafat ya sólo puede creer en la política.
Arafat ha tenido uno de sus grandes éxitos mediáticos el 22 de noviembre de 1974, ante la asamblea de la ONU, cuando ofrece "el olivo de la paz a Israel con una mano, mientras que la otra empuña el revólver", al tiempo que señala una pistolera, que ha habido que convencerle de que llevara vacía al hemiciclo. Es el Arafat premoderno, que parece creerse Omar Sharif en Lawrence de Arabia.
El golpe de gracia
Con Egipto, militar jubilado, la OLP expulsada de Jordania y sin aliados en Líbano, el primer ministro israelí, Menahem Beguin, y su ministro de Defensa, Ariel Sharon, creen llegado el momento de dar el golpe de gracia a la guerrilla. El 6 de junio, 75.000 hombres, 1.200 tanques y 200 aviones invaden Líbano, donde 15.000 guerrilleros les aguardan en su soledad. Siria, tras perder 80 Mig y casi todas sus baterías de misiles, se retira en seguida del combate.
Y la historia se repite: cuando una línea de defensa ha sido desbordada, nadie sabe lo que tiene que hacer. Pero Arafat se crece en el desastre y, encerrado en Beirut, promete hacer de la ciudad "el Hanoi y el Stalingrado del Tsahal"; sus hombres aguantan 84 días de cerco, y los israelíes hacen marcar, por espías sobre el terreno, edificios donde creen que se oculta el líder para arrasarlos. Es la primera tentativa de Sharon de asesinato selectivo. Sólo el 12 de agosto, el presidente Reagan fuerza a Beguin a aceptar la tregua. Y Arafat es el último en salir de Beirut el 30 de agosto, cuando ya 12.000 milicianos han embarcado rumbo a Túnez, donde se instalará la OLP, y 4.000 se acogen al control sirio en la Bekaa libanesa.Aún volverá Arafat al país, en 1983, pero con la barba afeitada y gafas de sol para burlar la vigilancia siria, a sofocar una rebelión de esos soldados que respalda Damasco, y de nuevo habrá de ser evacuado gracias a los buenos oficios de Washington.
Comienza la era de la mayor arbitrariedad; constantemente cambia a sus colaboradores de cargo y titulación, como a Abu Jihad, al que retira la dirección de los órganos de propaganda, celoso del éxito que ha tenido en esos años malos construyendo toda una nueva OLP en Cisjordania y Gaza. El 1 de octubre de 1985 falla otra tentativa de asesinato, cuando Israel bombardea el cuartel general de Arafat en Túnez y su residencia de Haman el Shat. Su esposa, Subha, de 34 años, a su boda en 1993, dirá a EL PAÍS (13 de diciembre de 1998) que con Arafat ha convivido en más de 400 casas diferentes.
Cuando estalla la Intifada de diciembre de 1987, es Jihad el que fuerza el reconocimiento de la revuelta; Arafat, tan a oscuras como el propio Gobierno de Israel, no quiere que eso perjudique sus intentos de negociación con Washington. Pero el 16 de abril de 1988, el gran lugarteniente muere asesinado por un comando israelí en su casa de Túnez, frente a su mujer y sus hijos, sorprendido cuando trataba de alcanzar el revólver. Sólo entonces, Arafat asume la Intifada. Y el 17 de enero de 1991, Abu Yyad, que ha sucedido al anterior y es el único en la jerarquía que se ha atrevido a desafiar a Arafat, oponiéndose a la invasión iraquí de Kuwait , cae a manos de un agente de Abu Nidal.
La doble liquidación abre paso a lugartenientes más apacibles, como Abu Mazen y Ahmed Qurei, hoy sucesivos primeros ministros de Arafat en Palestina, que hasta entonces habían sido los hombres del dinero, de la ingeniería política bien untada, que el rais (jefe) cada día más valora. Pero la Intifada de la piedra y el palo se asfixia sin resultados y con unos miles de muertos propios; el apoyo de la OLP a Sadam Husein en la invasión de Kuwait y la derrota de éste ante una coalición que dirige Washington le seca las fuentes de financiación saudíes y del Golfo; y un Arafat que ha visto quedar en nada sus aproximaciones a Estados Unidos, así como su público deseo de reconocer al Estado de Israel, se agarra como a un clavo ardiendo a la conferencia internacional que le ofrecen en Madrid, en octubre de 1991, el primer presidente Bush y el único Gorbachov ruso.
La delegación israelí del primer ministro Isaac Shamir va a Madrid prácticamente a rastras, y logra que allí nada se concierte. Pero un nuevo Gobierno en Jerusalén, dirigido por el laborista Isaac Rabin, monta las conversaciones secretas de Oslo, donde Abu Mazen dirige la representación palestina. Éstas culminan en la firma en los jardines de la Casa Blanca del acuerdo para el establecimiento de alguna autonomía en alguna parte de Palestina, el 13 de septiembre de 1993. Dijo el periodista egipcio, antiguo confidente de Nasser, Mohamed Heykal, que Arafat parecía "un actor recogiendo su Oscar". Y Oscar sí que lo hubo cuando, con Simón Peres, ministro de Exteriores de Rabin, obtenía el mes siguiente el Nobel de la Paz.
Un poder político inexistente
Hoy, Arafat, padre de una hija de nueve años y con una esposa siempre de viaje, es un veterano dado a esporádicas somnolencias, de belfo envejecido, que, sin embargo, resucita cuando más se siente acosado. Ocupa, democráticamente elegido, desde 1996 la presidencia de un poder político inexistente, la Autoridad Palestina, con 24 ministros, docenas de consejeros, 80 embajadores, 48 alcaldes, miles de policías y más de 120.000 funcionarios para una población de tres millones de habitantes; y allí al fondo, los terroristas de Hamás y de la Yihad Islámica, a los que teme, pero que son su force de frappe fáctica, aunque también los aborrezca, porque los ve como la causa de que el II Bush lo quiera ver lejos del poder.
Las escenas de estos días en que Israel promete expulsarle del país, que han movilizado a una población palestina de ardor masivo, son el mejor testimonio de quién es el verdadero Arafat. Como le dijo un día Simón Peres al periodista: "No un hombre de Estado o un gobernante, sino el líder de un movimiento nacional". Entonces, hacia fin de siglo, el gran operador político israelí aún creía que sin Arafat la paz era imposible. ¿Y con Sharon, hoy primer ministro del Estado de Israel?
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