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Columna
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Le temps disparu

"En la culminación de la tragedia contemporánea ingresamos en la familiaridad del crimen (...). Los poetas mismos ante el asesinato de su hermano declaran orgullosamente que tienen las manos limpias. Entonces el mundo entero se desinteresa distraídamente, las víctimas acaban de entrar en lo más extremado de su desgracia: fastidian".

Esto escribía Albert Camus en 1946, denunciando el olvido histórico en un París en el que, en plena postguerra europea, no era políticamente correcto mencionar a las víctimas del Holocausto nazi.

De esa indigna situación de desmemoria trata también Le temps disparu, obra de teatro del dramaturgo Jean Paul Cendras, estrenada en París en ese mismo 1946. Es el propio Albert Camus testigo excepcional de su estreno en el Teatro de las Tullerías y nos la describe de este modo: "Presidiendo el escenario, una gran figura vestida de blanco representa la memoria histórica, a su alrededor, los actores y actrices interpretan el papel de ciudadanos intentando sobrevivir en una ciudad de postguerra. Unos y otros preguntan a la gran figura por sus seres queridos desaparecidos, muertos, durante la ocupación nazi, pero la figura jamás responde. La vida transcurre en una aparente normalidad basada en el silencio de la memoria, hasta que un día de pronto la gran figura comienza a descomponerse agusanada, desprendiendo un olor nauseabundo, insoportable, hasta el extremo que los actores no pueden seguir con la representación y los espectadores incapaces de soportar el olor y la horrible visión de aquella putrefacción en medio del escenario abandonan protestando sus butacas. Obviamente, Le temps disparu solo pudo ser representada una sola vez y de un modo parcial. Inmediatamente fue prohibida por escándalo público; la orden era extensiva a todo el territorio francés".

Nunca ha sido políticamente correcto para la normalidad al uso hablar de las víctimas
La vida transcurre en una aparente normalidad basada en el silencio de la memoria

Viene todo esto como introducción a una noticia leída recientemente en la prensa: se expone estos días en un museo de Washington el avión norteamericano Enola Gay, el mismo que el 6 de agosto de 1945, en plena segunda guerra mundial, arrojara la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El gran hongo atómico elevó en un instante la temperatura a diez mil grados, desatando vientos de 1.200 kilómetros por hora, los edificios volaron como frágiles papeles, cien mil personas murieron calcinadas de inmediato, otros cientos de miles quedaron horriblemente quemadas o mutiladas.

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Pero nada de este horror aparece en esta exposición. Lo que verdaderamente inquieta en ella es su carácter aséptico y amnésico, ni una sola fotografía, ni un solo texto ni una sola referencia histórica a lo que ocurrió; tan solo, en medio de la sala, un brillante y restaurado avión, como un extraño tótem en medio del vacío. Uno de los comisarios de su montaje respondió a quien le interrogaba sobre esta escandalosa falta de información: "Hemos preferido que sea el espectador el que juzgue".

¿Pero cómo juzgar si no hay ninguna referencia? Tan solo cabe pensar que, lamentablemente, este silencio, como aquel de la figura del Temps Disparu de Jean Paul Cendras, esconde vaciar la memoria, que la normalidad entre comillas descanse sobre el olvido.

Nunca ha sido políticamente correcto para la normalidad al uso hablar de las víctimas. Ocurrió en la postguerra española: al bando de los vencidos ni tan siquiera le fue posible hablar de sus seres queridos muertos o desaparecidos; ocurrió en la Francia de la postguerra, y ha ocurrido también en nuestros días con las víctimas de ETA , los GAL o la tortura. Todas ellas víctimas de la brutalidad y la sinrazón humanas.

Pero en todas las circunstancias puede ocurrir, como en aquella polémica representación teatral de Cendras, que el olvido que se quiere imponer sobre la memoria comience un buen día a descomponerse y su olor sea entonces algo nauseabundo que dé al traste con cualquier puesta en escena contemporánea.

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