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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

'Volare'

El plan era dormir hasta tarde, pero me despertó el graznido de las gaviotas. El primer pensamiento -por llamarlo de alguna manera, ya que se trataba del roce de cuatro neuronas- fue agradable: vivo en la ribera marina, me llegan ecos salobres con reminiscencias de ánforas griegas, piratas corsos y amaneceres en la playa. Pero entonces se agregaron otras cuatro neuronas al ensamble y tuve una segunda visión, ligeramente más escéptica. La gaviota, además de figurar en el logotipo del PP, ha encontrado una fuente de alimentos más cómoda que la mar salá: los vertederos. Cada vez se la encuentra a más kilómetros de la costa, mostrando que no es fiel a las olas y la espuma sino a la comida basura. Llevaba unos segundos semidespierto y ya se me había caído un mito.

Pájaros barceloneses: las gaviotas de los vertederos, los patos de la Ciutadella, las cotorras que llegaron de Argentina...

Apreté los ojos, intentando volver al limbo, y se me aparecieron dos manchas negruzcas. ¿Los túneles que me llevarían de regreso a la dulzura del inconciente? No, los cisnes negros de Aguas de Barcelona, en el paseo de Sant Joan. Ahí estaban en toda su renegrida majestad, abriendo las alas y atusándose las plumas. Confinados en su estanque de dos metros cuadrados, parecían completamente felices. Otro mito caído: a los pájaros no les interesa la libertad, ni la exploración, ni nada que no sea el alimento, la reproducción y el refugio. Si lo encuentran en un metro cuadrado, jamás se moverán de allí.

¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué no podía dormir, o al menos creer en algo?

Puestos a descreer de la mitología avícola, nadie nos prestará un mejor servicio que los patos del parque de la Ciutadella. ¡Qué mala leche gastan esos palmípedos! Exigen limosnas con sus agrios trompeteos y, si no las consiguen, se acuerdan de pronto de que es la hora de marcar el territorio. Así, unos picotazos en las rodillas de los intrusos les servirán de venganza. He visto a más de un niño huir despavorido, perseguido por un pato, con la ilusión hecha trizas y un súbito rencor que prometía una futura afición al paté.

Así no había quien durmiera. Quería volar por los abismos de la nada, dejar de ser, disolverme como un azucarillo. Entonces comenzó -y no era un sueño- la cruel cacofonía de las cotorras argentinas. Medio atontado, me sentí culpable por las molestias que pudiera causar esa invasión. Yo también vine de Argentina y me puse a cantar. Por favor, que nadie me señale con el dedo. No tengo nada que ver con la chirriante plaga. Yo no fui, no solté a la primera pareja reproductora. En algunas ciudades los ayuntamientos se están planteando medidas para la eliminación de las cotorras. Pretendo que esos mismos ayuntamientos me contraten como cantante. O al menos -rogué- me gustaría olvidarme y dormir un poco.

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Dormir es fácil cuando uno está distraído. En mi caso, un ataque digno de Hitchcock me lanzaba a la más lacerante de las vigilias. Vale, me dije, si el cerebro se empeña en pensar, pensemos. ¿Hay algún pájaro en Barcelona que mantenga el resplandor de su propia leyenda? Las urracas. Negras, azules y blancas. Elegantes, desconfiadas y discretas. Emparejadas de por vida, trabajan siempre en dúo (dinámico). Si ves a una, la otra estará unos metros más allá, vigilando desde la copa de un árbol. Suelo observar a las del palacio de Pedralbes mientras dan saltitos por el césped, buscando algo para llevarse al buche. Los fines de semana el espectáculo se vuelve algo bochornoso, ya que las dignísimas urracas tienen que competir por el sitio con otras parejas, a mi juicio tan decorosas como un número ajado de Diez Minutos en la sala de espera del podólogo. Se trata de las huestes de adocenados casamenteros que acuden al palacio a hacerse el vídeo de la boda. Que las urracas sean todas iguales es un regalo del cielo. Pero que tantos recién casados rueden el mismo vídeo parece un anticipo del infierno. Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen.

Creo que se llaman estorninos, pero podrían ser vencejos. Son pequeños y oscuros. A veces visitan Barcelona en grandes bandadas y nos dedican una danza inolvidable sobre la plaza de Catalunya. ¿Cómo se las arreglan para cambiar de dirección sincronizadamente? Lo consiguen y entonces parecen un cardumen de puntas de flecha nadando en el aire. Se puede ver a muchos peatones absortos y maravillados con la exhibición de acrobacia aérea. Los ornitólogos no saben bien para qué sirve esa danza. Algunos suponen que su fin es la mera reafirmación del vínculo que une a los miembros del grupo. Otros, que estarían practicando para cuando llegue el momento de despistar a un depredador. El hecho es que parecen guiados por una sola mente: el cerebro de un coreógrafo celestial.

El mío, a todo esto, seguía revisando la fauna plumífera sin darme tregua.

A veces veo pájaros en Barcelona que nunca había visto y de cuyo nombre no tengo ni idea. Ésos son los que más me gustan. Los miro hasta que desaparecen y luego los echo a faltar.

Y claro, con tantos pájaros en la cabeza no hay quien duerma.

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