La siembra de la desconfianza (sobre realismo televisivo)
Después de dormir, la actividad más intensamente practicada por los españoles debe de ser la contemplación de los reality shows. Así sucede desde luego durante el verano, dada la caída en picado de las horas dedicadas a trabajar por la población ocupada. Pero probablemente también ocurra lo mismo durante el resto del año si tenemos en cuenta la baja tasa de empleo que existe en España, cuyos habitantes se encuentran mayoritariamente en inactividad forzosa. ¿Y qué se hace con el paso de las horas cuando no se dispone de profesión remunerada? Pues, aparte de dormir mucho y callejear un poco, gastar las horas contemplando programas de televisión, a ser posible de audiencia máxima: cotilleo, futboleo y concursos de telerrealidad.
La moda del telerrealismo arrasa en nuestras pequeñas pantallas, contagiándose desde allí a todo el resto de los medios de comunicación para acabar contaminando grandes áreas de la vida pública. Así sucede, por ejemplo, con la política, que ya se ha convertido desde hace tiempo en el más patético de nuestros reality shows. Y se da la paradoja de que el propio presidente Aznar, principal introductor del realismo televisivo en la política española, se ha creído obligado a protestar de dientes afuera contra los excesos de la televisión basura. Con lo cual, nuestro presidente saliente riza el rizo del cinismo sin vergüenza para hacerse el inocente, siendo el principal responsable de la telebasura por partida triple. Aunque aquí no me refiero a su condición de padrino de toda la televisión privada y pública, ni tampoco a su maquiavélico recurso al panem et circenses -que distrae al pueblo con espectáculos para que no se meta en política-, sino al estilo con que ejerce el poder a base de realismo televisivo, cuya peor consecuencia es la siembra de la desconfianza pública.
Pero, para demostrar afirmación tan categórica, antes he de dar un rodeo siguiendo la pista de la televisión basura. ¿Por qué resulta tan eficaz a la hora de captar y retener la atención de audiencias tan masivas? Los cruzados de la telefobia -como Sartori- suelen condenarla denunciando sus tres nefastos efectos catalogados por Hirschman: futilidad, perversidad y riesgo. Es fútil por ociosa y redundante, pues malgasta costosos recursos de mayor utilidad alternativa, entre los que destaca la ruinosa pérdida de tiempo. Es perversa porque embrutece a los telespectadores, convirtiéndolos en adictos a gustos tan dudosos como el de regodearse con la violencia y el desprecio a los derechos ajenos. Y es peligrosa porque destruye las reservas de capital humano acumuladas con la universalización de la enseñanza. Las dos primeras críticas también se aplican al lujo o a la alta cultura, por lo que resultan ociosas. En cambio, la tercera crítica parece plausible, aunque debe ser matizada.
¿Es antitética la televisión basura con la educación formal? Creo que no, pues en realidad resultan complementarias. En las aulas de enseñanza reglada, los jóvenes adquieren instrucción formal: conocimientos y capacidades que les acreditan como profesionales dignos de confianza. Mientras que en la televisión los ciudadanos adquieren instrucción informal: reglas de juego para desenvolverse en la jungla de las relaciones sociales, lo que incluye aprender a sortear dichas reglas haciendo trampas sin que te cojan y buscando cómplices capaces de encubrirte sin temor a delaciones. Y, en este sentido, nada como los reality shows: espectáculos de telerrealidad donde los concursantes han de demostrar sus méritos y capacidades en el arte de sobrevivir en la jungla de la competitividad capitalista, sometida a la ley de la desconfianza generalizada.
De ahí el realismo del invento, pues nuestra sociedad es así, en efecto: una selva feroz donde tanto para medrar y trepar como para evitar que te echen a patadas hay que demostrar que se es digno de confianza, lo que en la práctica significa ser capaz de resistir con éxito las pruebas de desconfianza a las que te someten los demás. Por eso, los reality shows consisten en concursos de desprestigio donde todos compiten tratando de destruirse recíprocamente la reputación, y sólo vencen quienes atraviesan inmunes la prueba, habiendo desacreditado a todos mientras mantienen intacta su dudosa fama. Ahora bien, dada la vigente flexibilidad del trabajo precario, eso mismo es lo que sucede en todas y cada una de las organizaciones laborales y profesionales: fábricas y oficinas, empresas y ministerios, laboratorios y gabinetes, órganos ejecutivos y consejos de administración. Para mantener el puesto con esperanzas de ascenso, evitando que te lo quiten en cuanto te descuidas, hay que someterse a pruebas de reputación y desconfianza, donde se te juzga por tu capacidad de desacreditar a los demás y de resistir con éxito a los intentos de desprestigio ajeno. Y eso no se aprende en los libros, sino sólo en la vida o en los reality shows. De ahí que los jóvenes los devoren con realismo, angustiados por sus precarias expectativas laborales.
Pero si de la vida privada pasamos a la pública, nos encontramos con parecida situación. Como señala Manin, la política contemporánea es una democracia de audiencia caracterizada por la personalización, donde el valor de un gobernante ya no depende de sus promesas o realizaciones, sino de la imagen que logre proyectar ante la opinión pública, demostrando con sus actuaciones ante los medios ser un líder político digno de confianza, lo que exige cultivar una reputación y mantenerla intacta. De ahí que las luchas por el poder ya no pasen por el debate de ideas, pues ahora se ventilan mediante esas pruebas de desconfianza que son los escándalos políticos: un reality show a gran escala donde se trata de destruir por todos los medios la reputación del adversario, desacreditándole hasta hacerle indigno de confianza. Desde el caso Watergate, el escándalo mediático se ha convertido en la suprema arma política: la misma que Aznar introdujo desde 1989 entre nosotros con una eficacia evidente, pero falaz y miope. Pues el efecto acumulado tras lustros de continuos escándalos, según señala Thompson, es el absoluto desprestigio de las instituciones -de las políticas especialmente-, hoy desacreditadas por la irresponsable siembra de desconfianza generalizada.
Para teóricos como ayer Tocqueville y hoy Robert Putnam -a quien respalda el conservador Fukuyama-, la confianza pública es el principal capital social de una democracia, del que depende la prosperidad tanto del mercado como de la sociedad civil. Y, si esto es así, la siembra de la desconfianza es pan para hoy -dada su eficacia a corto plazo- y hambre para mañana -pues con desconfianza pública sólo medran las mafias-. De ahí la gravedad que encierra este feroz realismo televisivo importado por Aznar, que está destruyendo tanto la confianza pública -a través de la provocación de escándalos- como la confianza privada -a través de los reality shows-.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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