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Reportaje:PAISAJES IMPREVISTOS

Los Alorines, valle secreto

No lo rodean altísimas montañas que sea necesario atravesar con penosa lentitud. No se defiende con abismos que deban ser franqueados por medio de frágiles puentes colgantes. No lo protegen ríos tumultuosos, ni inextricables selvas. No esconde criaturas olvidadas por la evolución. No es un Shangri-La de juventud perpetua. Todo lo contrario. Es un lugar casi llano, ondulado a lo sumo, flanqueado -ya en término municipal de Villena- por el tramo de la N-344 que conecta Font de la Figuera con la autovía de Alicante. Tampoco lo atraviesa ningún río. Y no es precisamente juventud lo que atesora, sino la digna vejez de una forma de vida rural ya infrecuente entre nosotros. Una reliquia vista por muchos ojos, rozada por el tráfico continuo, pero apenas considerada como merece.

"Es un valle secreto por más que esté extendido bajo el sol comunal y al lado de la carretera"

El de Los Alorines (Els Alforins) es a su manera un valle secreto, por más que esté extendido bajo el sol comunal y al lado del trasiego de las carreteras. Con éste, y con cualquier otra forma de apresuramiento, contrasta su discurrir vital. Se vive en él prácticamente como se ha venido viviendo durante los últimos trescientos años. Puesto que la ocupación sigue idéntica, calcado continúa el gesto. Abundan las casas de labor, grandes, y los pequeños caseríos magníficamente conservados (el de La Zafra es el mejor de ellos) desde donde se gestiona un agricultura cerealista a la que acompaña en menor medida el cultivo del viñedo; y hay presencia de olivos y de almendros, si bien minoritaria y generalmente arrumbada en los márgenes altos del valle.

Los tractores no han roto la rusticidad clásica de Los Alorines. Persiste el gallo; no han dejado de escarbar las gallinas sueltas; y en los cables, junto a las casas, las golondrinas se siguen atusando el plumaje; por su parte, vuelven a criar los cernícalos en los tejados rojizos, tras una larga ausencia. Todo está donde estuvo siempre.

El valle corre en paralelo a la sierra de La Solana, que dibuja una ancha banda de color verde oscuro con incrustaciones de roquedos grises cuya voluntad de ser piedra azulada no siempre es satisfecha. A veces, en mitad del llano crecen lomas redondas y achatadas, semejantes a grandes lapas de tierra donde se sigue cultivando cereal sin hacer caso a la pendiente. Y entre los campos surgen, con su tonalidad de esmeralda en sombra, bosquecillos de pinos (los bosques-isla en el decir de los ecólogos) capaces de romper la monotonía de los sembrados, si la hay; acogen en su seno igual la brisa fresca que al animal escondedizo, y siempre tienen una rama para el pájaro. Cuánto se le debe agradecer a estos refugios verticales. Cuando la primavera permite ser verde al centeno joven, ellos contribuyen también a que se produzca una combinación de superficies esplendentes, manchas circulares en la gama del bronce y líneas de ribazo casi negras que dan a Los Alorines un ligero aspecto cantábrico.

Recientemente, se construyó un centro penitenciario allí donde el valle es detenido por la autovía de la costa. Asociar su paradójico aislamiento tan a la mano con la idea de una cárcel no resulta complicado, aunque tampoco agradable. Igual de fácil, pero mucho más triste, es imaginar a Los Alorines derrotado por el cumplimiento de la amenaza real del regadío. La aspersión pudriría su secreta delicia de ahora. En su sequedad antigua está más vivo.

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