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COPAS Y BASTOS
Columna
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Silencio, por favor

En la autovía de Castelldefels, a la altura del club de tenis Andrés Gimeno, un poco antes de llegar a otro club mítico (el Riviera), se produjo una breve retención de tráfico y tuve que frenar hasta quedarme casi parado. Eran las tres de la tarde y el calor azotaba. Pensé que era poco probable que nadie estuviera jugando en una de las 24 pistas. No se oían pelotas, esa música que, pese a la popularización de este deporte, te sigue retrotrayendo a un mundo sofisticado, parecido al inaccesible jardín de los Finzi Contini. Como el coche que conduzco no lleva radio, no podía escuchar noticias sobre la guerra en Irak o las chorradas publicitarias que convergentes y sociatas se lanzan mutuamente a la cabeza, así que me entretuve recordando a algunos grandes tenistas: Arthur Ashe, Ilie Nastase, John McEnroe. Ashe murió como consecuencia del sida, una enfermedad que contrajo a causa de unas transfusiones de sangre infectadas. Borg todavía juega partidos de exhibición. McEnroe ha publicado sus memorias, tituladas You cannot be serious (polisémica referencia a la frase que, en un ataque de ira, le dijo a uno de los muchos jueces de silla que le sancionaron a lo largo de su carrera), en las que cuenta que el 11 de septiembre de 2001 las explosiones le pillaron en la consulta de su psicólogo matrimonial.

Ashe era un tipo tranquilo, que combinó su talento tenístico con un compromiso público en favor de la igualdad racial. En su biografía Days of grace (1993), pueden leerse reflexiones que no se corresponden con la imagen tópica que circula sobre los tenistas. Björn Borg, en cambio, era otra cosa. Según McEnroe, el sueco se hartó tanto de ser el número uno (en todas las pistas, las de las discotecas también) que, al intuir que podía llegar otro y sustituirle, optó por abandonar, una decisión de la que luego se arrepintió. La versión de Borg, sin embargo, añade algún matiz. Como todos los grandes. Borg también escribió su biografía, traducida al francés en 1993 con el título de Revers (Reveses), donde, además de hacer un pormenorizado repaso a su vida matrimonial, confiesa: "En 1981, me enfrenté a McEnroe en la final. Me ganó en cuatro mangas. Yo jugaba mejor que él, y lo había ganado el año anterior tras jugar cinco ásperos sets. Fue en Wimbledon, aquel mismo año, donde comprendí por primera vez que ya no disfrutaba jugando".

Después de leer la biografía de McEnroe, queda claro que el tenis ha perdido espontaneidad para profesionalizarse hasta lograr que, en nombre del dinero, sea imposible salirse de un guión previamente establecido. Y no obstante, el circuito no sería lo que es sin la aportación de tipos como McEnroe, heredero de virtuosos de la ferocidad como Jimmy Connors o Ilie Nastase. En el caso de McEnroe, su aportación más tópica fue la insumisión y la tendencia a saltarse el protocolo. Bocazas, niñato, irresponsable son algunos de los calificativos que te pasaban por la cabeza cuando le veías protestar; pero, al mismo tiempo, el público se encariñó con él porque estaba harto de la contención emocional y del sonsonete de los jueces: "Silencio, por favor". Harto de buenos modales, McEnroe se rebeló. En su libro, lo justifica así: "Para mí, buenos modales significaba jueces de línea dormidos en Wimbledon, inclinándose y haciendo reverencias ante ricachones con títulos hereditarios exentos de pagar impuestos. Buenos modales significaba clubes de tenis que exigían uniforme blanco, en los que la inscripción costaba demasiado cara, y donde se negaba la entrada a los negros, a los judíos y a Dios sabe quién más. Buenos modales significaba susurrar shhhht durante los partidos, y ceños fruncidos a la menor manifestación de excitación".

McEnroe era partidario del lanzamiento masivo de monedas y almohadillas y de convertir los partidos en fiestas para todos los públicos. Su libro es, en este sentido, transgresor, ya que no sólo justifica buena parte de sus excesos, sino que lamenta algunos aspectos del tenis actual. Ahora McEnroe ha madurado, trabaja de comentarista para una cadena de televisión y, de vez en cuando, recupera su vocación rockera, que le ha llevado a tocar con Carlos Santana y con los Rolling Stones. Por amistad, por supuesto, y porque todos querían estar cerca de aquel chiflado de pelo rizado, intratable en la cancha y de una inestabilidad vital que le ha costado divorcios y travesías del desierto. Parte de estas historias fueron narradas por Andrés Gimeno, pacífico comentarista de la Copa Davis y finísimo jugador de estilo catalano-australiano. Ahora da nombre a este club de tenis, junto a la autovía, y cada vez que paso por delante, me concentro a ver si oigo el ruido de la pelota contra las cuerdas de una raqueta y, a continuación, la voz de Juan José Castillo diciendo: "Entró, entró".

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