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NOTICIAS Y RODAJES
Columna
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Nunca nos quitarán París

La periodista Juana Libedinsky describía hace poco, en el diario argentino La Nación, el incidente que había tenido lugar en un restaurante francés del barrio neoyorquino en donde vive. Instada una de las camareras, dotada de buena voz, a cantar La vie en rose, su interpretación viose interrumpida súbitamente por el himno norteamericano, que un comensal entonó puesto en pie. No fue todo: un buen número de clientes la emprendió entonces con La Marsellesa. Como en Casablanca. Salvo una cuestión: ¿quiénes son hoy los malos?

Vamos a dejarlo en tontos, en maniqueos. ¿Quiénes son? No tienen más que ir a ver esa irrelevante comedia pos 11-S, Sucedió en Manhattan, para saberlo. El patriótico guión, no contento con atribuir al político republicano protagonista (Ralph Fiennes) un atractivo claramente demócrata tipo John-John Kennedy (paseando a su propio perro por Park Avenue, con su propia correa), introduce un gag que sólo a los bushófilos más acendrados puede ilusionar: las andanzas de dos ladronas que son... francesas.

Una se pregunta si vamos a seguir así durante mucho tiempo. Porque ya saben lo que ocurre: empiezas diciendo que no al camembert y puedes acabar matando a tu madre.

Lo cierto es que el cine de Hollywood (y no digamos el cine, en general) no sería hoy la mitad de lo que es si en su camino no se hubiera cruzado París desde el principio. Tampoco la cultura: de Man Ray a George Gershwin, de Ernest Hemingway a Henry Miller, de Gertrude Stein a Jim Morrison. De Scott Fitzgerald a Sylvia Beach. De Josephine Baker a Isadora Duncan. Se hicieron en París, o también con París.

Pero la palabra París es especialmente inseparable del cine de Hollywood. Reproducida la ciudad en estudios (como en las secuencias más luminosas de la mencionada Casablanca) o mediante dibujos animados (Anastasia, El jorobado de Nôtre-Dame). Convertida en delirante plató de un sofisticado ballet, como en Un americano en París, o en el escenario de una fábula inmoral, como Irma la dulce, o en la metrópoli-cabaret donde se abren camino dos vividoras en Cómo casarse con un millonario. Lugar para el misterio y el romance (Charada) y para el romance y la escritura (Encuentro en París). Ciudad a salvar (¿Arde París?) y a abandonar después de haber hallado en ella el sentido de la vida (La última vez que vi París). Fantasía belle époque tipo Gigi o Moulin Rouge.

Tomemos a Audrey Hepburn y algunas de sus mejores películas. Aparte de Charada, y de la magnífica Dos en la carretera (en la que no sale París: pero está cerca), ¿habría podido conquistar a Humphrey Bogart y William Holden como Sabrina de no haber realizado un cursillo de cocina y elegancia en París, en donde aprendió a pedir la luna? Como Ariane, ¿habría visitado a Gary Cooper en el Ritz, disfrazada de adúltera, de no ser la hija de un detective parisiense llamado Maurice Chevalier? ¿Se hubiera convertido en Una cara con ángel si no hubiera tenido que presentar una colección de modelos, precisamente en París? Piénsenlo. Hepburn no habría sido tan Audrey sin la necesaria contribución del sello indiscutiblemente parisiense.

Una historia tan libre y tan civilizada como la que cuenta Víctor o Victoria, ¿pudo desarrollarse en otro escenario que un París deliciosamente déco? ¿Puede correr por otro lugar que no sean los muelles del Sena, el Frenético Harrison Ford que busca a su esposa ayudado por Emmanuelle Segnier? Y Woody Allen, cuyas giras europeas siempre comienzan por una parada de descompresión en la Ciudad Luz, ¿tiene que introducirse ahora un coágulo en el cerebro, como uno de sus personajes, para no recordar el homenaje a París contenido en Todos dicen I love you?

Ya resulta fastidioso que tengamos que renunciar a ver películas norteamericanas que cuenten la verdad sobre Guantánamo, o que debamos aguantar aquellas que nos cuenten las mentiras del rescate de la sargento Lynch. ¡Pero, quitarnos París! Qué absurda idea.

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