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Columna
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Mentiras

Llega un momento en el que no se puede más. Se trata ya de una reacción física, de un nudo en los pulmones, de un agobio que te invade el cuerpo, que te revuelve la sangre, de un frío caliente que no te deja respirar. La mentira es un mal vino, esa copa que no emborracha, pero da dolor de cabeza y hunde a su víctima en un mar de crispación. No, ya no entra ni un bocado más del pastel seco, de la galleta rancia; ya no admite el corazón otra calada del cigarro empachado, ya no resisten los oídos más palabras de la boca que no se calla, y habla, habla, habla, hasta convertirnos las sienes en un cemento líquido. Lo peor de esta guerra, para los que no tenemos encima el ojo inteligente de las bombas norteamericanas, son las mentiras, el ejercicio descarado de la mentira, la forma impúdica, desvergonzada, cínica, despectiva, prepotente, cardenalicia, infernal, demagógica, con la que los políticos del Partido Popular mienten una y otra vez, transformando el aire del Parlamento en mentira, los periódicos en mentiras, las radios y las televisiones en mentiras. Ya no puedo escucharlos, me resulta imposible sostenerles la mirada sin sentir un agobio sanguíneo, una crispación carnal, una reacción física. Cada vez que hablan de la paz, cada vez que se presentan como defensores del orden internacional, cada vez que pregonan sus esfuerzos en la ayuda humanitaria, cada vez que dicen una cosa y hacen otra, como si fuéramos tontos por tierra, mar y aire, me sube el mal vino desde la humillación hasta la cólera. No puedo más, son superiores a mis fuerzas.

Pensaba yo que lo peor de esta guerra iban a ser las catástrofes, los edificios bombardeados, las escena crueles, los cadáveres, los niños corriendo, las banderitas de los vencedores. Pero confieso que las mentiras están resultando más canallas. Porque las mentiras no son interpretaciones diferentes de la ley, ni opciones políticas distintas, ni electoralismo (¡benditas elecciones!), ni propaganda. Son mentiras, mentiras podridas en la boca del mentiroso, palabras bombardeadas, verbos con los cimientos rotos, sustantivos en el fango, instituciones humanas destruidas. Nos quitan la paz y las palabras. El termómetro de la mentira ha subido en la política española más allá de lo admisible. La fiebre pasa a delirio y el delirio a colapso térmico en las intervenciones de estos pacifistas que imponen la guerra, de estos demócratas que traicionan a su país, de estos defensores del orden internacional que parten por la mitad a Europa y envenenan las aguas enfermizas de la ONU, de estos militantes de la solidaridad que hunden a un pueblo hundido. Pueblo hundido, y no sólo me refiero a Irak, porque muchos ciudadanos españoles nos hundimos también al comprobar que nuestras democracias se quedan sin palabras y pueden ser tan crueles como las dictaduras, tan mentirosas como los altavoces del totalitarismo. Los jóvenes comprenderán el desamparo que supuso el franquismo si imaginan 40 años de mentiras de Aznar, de mentiras podridas, insoportables como un pastel seco, frías como la espina del cinismo. Más que las bombas, lo peor es este agobio que corta la respiración y revuelve la sangre cada vez que hablan los mentirosos.

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