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Columna
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Carne de cañón

Rafael Argullol

Si no fuera siniestro, uno de los espectáculos más fascinantes que nos depara la actualidad es el nuevo decorado de la mentira. Hasta ahora estábamos acostumbrados a que los mecanismos de poder hacían, por lo general, una utilización política de la mentira a posteriori: desde la más doméstica que abría las puertas a los pequeños réditos inmediatos hasta las más sofisticadas estrategias de los enormes engranajes estatales.

Sabíamos con notable precisión que la gran historia era la sedimentación de las múltiples ficciones acogidas por las sucesivas épocas porque nosotros mismos lo habíamos podido constatar con respecto a la nuestra propia. Cuando uno ha llegado ya a los 30 años, a no ser que sea un estúpido decidido, lleva sobre sus espaldas las suficientes mentiras personalmente contrastadas como para no hacerse demasiadas ilusiones sobre la futura objetividad de las crónicas sobre su tiempo. A cada década acumulada esta percepción aumenta.

Estamos inmersos en una atmósfera bélica en la que ha dejado de ser necesario disimular el uso de la mentira

Más sorprendente es, sin embargo, el actual uso a priori de la mentira, quizá una de las grandes novedades del recién estrenado siglo XXI. Es posible que la repentina y en gran manera inesperada proliferación de concentraciones de ciudadanos para expresar desacuerdos tenga que ver con una intuitiva protesta contra los renovados instrumentos de la mentira. En las últimas manifestaciones masivas hay, sobre todo, una sensación de alarma que desborda los límites de la mera desconfianza o del escepticismo.

No hay duda, como razón primera, de que la desmedida exhibición de poder por parte de Estados Unidos ha creado una alarma mundial que se justifica desde cauces casi instintivos: aunque sea oscuramente, cualquier sociedad puede albergar inquietud y rebeldía frente a un desequilibrio que, por sus dimensiones hasta ahora inéditas, amenaza con yugular el comportamiento libre de quienes no quieren contemplarse únicamente como súbditos. La existencia de un solo imperio es mucho peor que la coexistencia de varios.

Pero, junto a esta razón contundente, la otra causa de alarma, la nueva mentira -o el uso nuevo de la mentira-, es un factor de extrema importancia puesto que representa un motivo de gran desazón para los ciudadanos que aún se empeñan en considerarse como tales ante la frecuente usurpación del espacio público por parte de muchos políticos. Estos días se oye a menudo: "Mienten, saben que mienten y quieren que creamos sus mentiras".

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Naturalmente ese decorado de la mentira es universal y esto contribuye mucho a otorgarle su novedad. Desde hace meses -¿o son años?- estamos inmersos en una atmósfera en la que ha dejado de ser necesario disimular el uso de la mentira. Si en la primera guerra del Golfo descubrimos, si bien con cuentagotas, las mentiras a posterioi, en la actual crisis bélica las oleadas de mentiras a priori inundan el paisaje sin que sea posible establecer sólidos diques frente a ellas. Un poder total no debe preocuparse por camuflar la falsedad porque un poder de este tipo mira al mundo desde el sitial de la verdad.

A la sombra de esa universalidad es más fácil, asimismo, el encanallamiento local de las conciencias. Amparados en la impunidad supuesta de su propio poder particular, muchos vasallos caen en la tentación de imitar a su señor, recurriendo, y esto es lo definitivamente perverso, a una brutal apropiación de la palabra democracia que está socavando toda convicción democrática. Así articulada, la escenografía de la mentira exige continuamente carne de cañón para el sacrificio.

Tenemos entre nosotros muchos aprendices de brujo dispuestos a la tarea, empezando, le corresponde este honor, por el presidente del Gobierno. Entre los muchos desvaríos últimos del señor Aznar (nada peor que a un hombrecillo los aduladores le concedan una estatura de estadista y se lo crea), el más desagradable en su obsesión por encontrar, como sus mentores trasatlánticos, carne de cañón adecuada. Y en esa búsqueda uno de los episodios más sórdidos es el de la detención de los 16 magrebíes en Girona acusados de terrorismo y su escandalosa retención posterior. En su momento, tuve la escasa fortuna de oír la noticia en el espectral telediario de TVE y su utilización inmediata por parte de Aznar: ninguna presunción de inocencia, ningún atisbo de separación de poderes, ningún pudor en la manipulación informativa. Palabras inconstitucionales y, de confirmarse la inocencia de los detenidos, posiblemente delictivas.

Pero la carne de cañón sólo tiene interés para ser sacrificada en la culpabilidad. Inocente, deja de ser carnalidad informativa y es tan sólo un rastro de sufrimiento perdido en una esquina de la actualidad. Y sin embargo, nada debería preocuparnos más que la existencia de carne de cañón para el consumo público. (Por cierto, las autoridades catalanas deberían haber reaccionado con firmeza frente a esta carne de cañón catalana, dado que estos 16 hombres vivían y trabajaban en Cataluña; ¿recuerdan la fórmula?).

Nada debería preocuparnos más puesto que, cuando se admite cobardemente la existencia de carne de cañón, suena la señal que da inicio a la marcha colectiva hacia el sacrificio.

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