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Fracasos del movimiento

Una de las transformaciones más fabulosas de nuestro mundo, en los últimos 100 años, ha sido su asfaltado. Si un individuo del siglo XVII, por ejemplo, hubiera dispuesto de un coche con motor de explosión, no se habría podido desplazar con él muy lejos de su casa. La escasez de carreteras (caminos para carretas) y el apego al barro de las pocas existentes le habrían impedido circular por mucho tiempo o en muchas direcciones. Nosotros, en cambio, podemos ir prácticamente hasta cualquier punto del planeta al volante de un automóvil, y en un tiempo corto. Quizá no somos conscientes del esfuerzo que ha supuesto el permitir tal enorme lujo en el desplazamiento. Desde luego, el éxito del movimiento privado motorizado no dependía únicamente de las ideas y los esfuerzos del preclaro señor Ford, sino que implicaba, inevitablemente, crear una inmensa red de carreteras y de estaciones de combustible al servicio del desplazamiento. La realización entusiasta de esta gigantesca obra de transformación planetaria, y con ella la materialización del sueño del auto-movilista, ha resultado un éxito rotundo, que emociona muy en especial a los fabricantes de automóviles. Pero que ha comportado, hay que aceptarlo, algunos fracasos,

Un primer fracaso lo puso de relieve Iván Ilich ya hace 30 años: dicho movimiento, contabilizado en su promedio, no es tan veloz como parece. En Energía y equidad (1974), Illich escribió: "El hombre americano típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos para las carreteras federales y los estacionamientos comunales. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él, se ocupa de él o trabaja para él... Estas 1.500 horas le sirven para hacer unos 10.000 km de camino, o sea 6 km en una hora. Es exactamente lo mismo que alcanzan los hombres en los países que no tienen industria del transporte. Pero mientras el norteamericano consagra a la circulación una cuarta parte del tiempo social disponible, en las sociedades no motorizadas se destina a este fin entre el 3% y el 8 % del tiempo social. Lo que diferencia la circulación en un país rico y en un país pobre no es una mayor eficacia, sino la obligación de consumir en dosis altas las energías condicionadas por la industria del transporte".

Para comprender la satisfacción que el automóvil otorga al usuario, en el asunto de la velocidad, hay que tener en cuenta algunas de las ventajas que ofrece. Con ese artefacto el conductor puede, en el momento en que lo decide, concentrar velocidad en un tiempo corto. De tal forma que, por ejemplo, es capaz de recorrer 150 kilómetros en una hora. Además, la velocidad apasiona, mientras que el movimiento de las piernas no sólo no consigue acelerar hasta velocidades altas, sino que cansa. De tal manera que socialmente la velocidad promedio alcanzada con el automóvil es baja y frustrante, pero individualmente puede ser alta y satisfactoria, con lo cual las compras de coches están aseguradas.

Al menos en los países ricos. Porque un segundo fracaso del sueño del movimiento autónomo a motor es su generalización a todos las latitudes y capas sociales. La tasa de motorización es elevada tan sólo en los países ricos. Los índices occidentales, de más de un vehículo por familia, son impensables en el Tercer Mundo. Un coche desplazándose por una carretera es allí un bien escaso y apreciado, así que un automóvil siempre tiene en los países pobres vocación de autobús: en su tránsito sigue llenándose hasta que los límites de la física lo permiten, y la física suele ser muy elástica en esas zonas.

Un tercer fracaso del movimiento es su coste medioambiental. Si el ideal de generalización del automóvil se cumpliera, quizá no podríamos respirar el aire resultante. Además, la factura medioambiental en otros tipos de contaminación, en explotación excesiva de recursos no renovables y de energía, en daños a la capa de ozono, en aceleración del cambio climático sería también muy alta. No parece sostenible que el sueño se haga realidad para todo el mundo. Pero ya con los automóviles que tenemos el coste medioambiental es considerable. Por mucho que las campañas de protección al ciudadano dedican mucha energía a luchar contra el nocivo hábito de fumar, la cómoda costumbre de desplazarse en automóvil crea un mayor número de cánceres de pulmón.

Pero el movimiento motorizado también acorta vidas de otra forma, más eficaz y más directa: por aplastamiento. De tal manera que un cuarto fracaso es el más grave de todos los que se puedan reseñar: en efecto, el problema mayor de ese movimiento es la muy grande mortandad que causa. Éste es un hecho aceptado con elegante estoicismo. En los países muy motorizados, la frialdad del recuento de muertos tras cada fin de semana tiende a presentar estas defunciones como algo no sólo cotidiano, sino inevitable. El hecho de que los fallecidos se vayan sumando en un goteo lento evita la perturbadora sensación de catástrofe. Es decir, el automóvil tiene la gran ventaja de que si bien es capaz de concentrar velocidad, tiene el buen gusto de no concentrar muchos muertos. Pero si pudiéramos reunir en un coche virtual a todos los que han perecido en sus automóviles en el mundo entero y en el transcurso de un año, advertiríamos, algo más acongojados, que en el fatídico movimiento de ese vehículo han fallecido 900.000 personas.

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El automóvil no acumula cadáveres ante las cámaras, no crea masacres mayúsculas, no produce víctimas heroicas, pero poco a poco, día a día, mata como pocas otras cosas. Y sólo con el modesto fin del movimiento. Después del insólito y descomunal esfuerzo que hizo posible la circulación en coche por todo el globo, algún día habrá que realizar otro para conseguir que el sueño del hombre auto-móvil no resulte tan letal. O quizás convenga moverse menos y más despacio.

Albert García Espuche es arquitecto e historiador.

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