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Regulación, autorregulación y buen gobierno

Jordi Canals

La preocupación por la mejora del gobierno corporativo no debería responder solamente a una preocupación coyuntural ante ciertos escándalos corporativos, sino a la necesidad que las empresas tienen de disponer de mecanismos eficaces para asegurar su supervivencia a largo plazo. Hoy los gobiernos desean aumentar la intervención en esta materia; al mismo tiempo, muchas empresas están adoptando decisiones orientadas a mejorar sus prácticas de gobierno. La tensión entre regulación y autorregulación es lógica. En España, la Comisión Aldama acaba de presentar su informe sobre la mejora del gobierno corporativo. Este texto combina una propuesta de regulación de ciertas obligaciones de los administradores con un margen amplio para la autorregulación. ¿Es el enfoque adecuado?

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La regulación en esta materia tiene una función similar a la de los raíles de una línea ferroviaria: evitar que un tren descarrile o, en otros términos, hacer más difícil el abuso de los derechos de los accionistas. Sin embargo, la regulación per se no garantiza el buen gobierno de la empresa, que debe perseguir como objetivo esencial la supervivencia a largo plazo de la empresa como organización. Éste es el reto central de la alta dirección de una empresa.

Tampoco el supuesto control que ejercen los mercados de capitales resulta suficiente. Un buen consejo de administración debe pensar en los mercados, pero no puede gestionar para los mercados. Los mercados miran, por fuerza, al corto plazo. La empresa debe mirar a largo plazo y el consejo debe asegurar su supervivencia. Los mercados están poco interesados en la implantación de la estrategia. Los consejos saben que la implantación es, al final, la clave de tantas operaciones empresariales. Los mercados experimentan oscilaciones que nada tienen que ver con la marcha de la empresa. Los consejos saben, por el contrario, que, salvo fuerzas mayores, la empresa tiene un potencial determinado que con la contribución de todos quienes en ella trabajan deben ser capaces de generar.

El Informe Aldama apunta un camino para avanzar en el buen gobierno: la combinación de la regulación y la autorregulación de las empresas. La filosofía de sus propuestas consiste en reforzar ciertas obligaciones legales relativas a los deberes de lealtad y a la obligación de transparencia de las empresas, y, al mismo tiempo, subrayar la importancia del buen funcionamiento de los órganos de gobierno, dejando un margen amplio para la autorregulación en este campo.

En este contexto, el papel del consejo de administración resulta decisivo para asegurar la viabilidad de la empresa a largo plazo, y el Informe Aldama reclama un esfuerzo para mejorar el funcionamiento de aquel órgano. Los riesgos de la excesiva acumulación de poder en el primer ejecutivo de una empresa que hemos visto en Estados Unidos se deben compensar con un funcionamiento adecuado del consejo de administración. Para lograr este objetivo, el consejo debe trabajar en un trabajo definido, al menos, por dos coordenadas: la unidad y la colegialidad. La unidad exige que todo el consejo sea responsable de la marcha y evolución de la empresa, independientemente de que un consejero sea externo o ejecutivo. En otras palabras, un consejero ejecutivo o dominical no representa a unos accionistas mayoritarios, ni los consejeros independientes representan a los accionistas minoritarios. Cuando impera esta visión, se empequeñece el trabajo del consejo y se dificulta el buen gobierno. El consejo de administración debe ser un equipo y todo el consejo debe sentirse responsable para asegurar la viabilidad de la empresa a largo plazo.

La segunda coordenada es la colegialidad: el consejo de administración no es sólo un órgano formal de gobierno, sino un equipo de trabajo. En este equipo, el papel del presidente es decisivo para marcar ritmos y unas pautas, fomentar preguntas, alentar la participación, difundir entre los consejeros toda la información y, en último término, generar unas relaciones de confianza imprescindibles para poder asegurar que el equipo cumple su misión. Ésta es una visión del primer ejecutivo de la empresa alejada de la realidad que ha dominado los consejos de administración durante los últimos años. Del mismo modo que resulta inimaginable pensar en un equipo de trabajo que alcance sus objetivos en cualquier ámbito de la vida sin una mínima sintonía o confianza, algo similar sucede en un consejo de administración. Resulta evidente que estos aspectos intangibles del funcionamiento de un consejo -unidad de acción, colegialidad, trabajo en equipo, etcétera- son difícilmente objeto de la regulación.

La capacidad de autorregulación de los consejos de administración debe ir acompañada de dos exigencias inseparables: la transparencia y la ética. La transparencia exige dar a conocer todo lo que los inversores, clientes y empleados deben saber. No se trata aquí sólo de transmitir más información cuantitativa que cualquier inversor tiene derecho a conocer. Se trata, además, de explicar los criterios y las razones que el consejo de una empresa utiliza para adoptar decisiones o asumir prácticas de gobierno. En definitiva, la transparencia es una garantía para el inversor y una herramienta que ayuda a cada consejo de administración a reflexionar sobre el gobierno de la empresa.

Por último, el buen gobierno exige un comportamiento ético que garantice la justicia, el respeto a las obligaciones asumidas, la veracidad, la diligencia y la lealtad. Es cierto que la ley puede otorgar una especial protección a estos derechos. Sin embargo, la ética, para que sea fecunda, debe ser vivida, puesta en práctica, lo diga o no la ley. Sin un comportamiento ético, las propuestas de regulación más sofisticadas o las prácticas de buen gobierno más elaboradas no serán más que papel mojado que un conjunto de administradores desleales pueden vulnerar en cuanto tengan la primera oportunidad. No está de más recordar que algunas de las empresas americanas envueltas recientemente en escándalos corporativos eran organizaciones que, sobre el papel, cumplían todos los requisitos de buen gobierno. Lo que fallaba no eran las leyes ni las prácticas definidas, sino la ausencia de ética en la vida empresarial, que había sido reemplazada por la corrupción hecha vida.

Jordi Canals es director general del IESE y miembro de la Comisión Aldama.

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