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LA CRÓNICA
Columna
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Patria y familia

El Instituto Cervantes de París, de la mano de José María Conget, lleva tres años intentando que los cinéfilos de la capital francesa sepan que la España de la imagen no se reduce a Pedro Almodóvar. El cine documental también ha sido objeto de su atención y hace pocos días estrenó un ovni de Xavier Juncosa o François Gurgui -el cineasta firma con los dos nombres- titulado Le temps et la distance, así, en francés, a pesar de ser una película catalana.

Juncosa-Gurgui lleva tiempo embarcado en una aventura arriesgada que es la de un diario íntimo, un puzzle en el que coinciden testimonios filmados por la familia en 9 milímetros y a lo largo de más de 30 años, reflexiones personales, entrevistas, recuerdos y fragmentos de otras películas realizadas por él mismo.

Xavier Juncosa presentó en París un documental sobre su propia familia, rota por la guerra. Hacer cine es a veces como tenderse en el diván

En Le temps et la distance el núcleo en torno al que se organiza todo el entramado es un secreto de familia, una revelación hecha por la madre del autor y relativa a un abuelo tarambana, el abuelo Hernán, aventurero de cuya vida queda un reguero de postales y cartas enviadas desde Djibuti o Hong Kong. El abuelo desapareció del mundo -literalmente- en 1943, en plena batalla de Stalingrado, una batalla que empezó como soldado fascista de la División Azul y continuó como soldado comunista del Ejército Rojo. Desertor y héroe. ¿Desertor o héroe? Lo dejamos -la propia película lo hace- en aventurero.

La madre de Juncosa, muy emocionada, relata la última vez que vio a Hernán, a su padre. Ella tenía 10 años, él se acercaba a los 35 y le pidió a la chiquilla que intercediese en su favor, que intentase reconciliarle con la esposa, con mamá, una suiza de moral estricta. De las palabras filmadas por el nieto se deduce que el destino de Hernán, que las autoridades franquistas habían planteado en términos muy claros -"o la cárcel o la División Azul, elija joven"- hubiera podido ser otro. Dependía de su mujer, pero también de la hija. Y ésta recuerda, casi 60 años después, que ella no se atrevió a decir nada, que la dureza con que la acogió mamá al regresar de esta última entrevista con Hernán la disuadió de cualquier iniciativa en favor de éste. Un sentimiento de culpa recaerá sobre la criatura, convencida para el resto de sus días de haber fallado cuando no debía. Cualquier gesto o cualquier remordimiento es tan injustificado como inútil, pero aún hoy le es imposible recordar lo sucedido sin sollozos, sin que aparezca una vida rota, sin que de pronto sintamos el abismo que debió de instalarse, ya para siempre, entre madre e hija.

Otro cineasta, Javier Rioyo, anda ultimando una historia que se sirve de los filmes familiares de la hija del doctor Andreu, el hombre de las pastillas y de la avenida del tramvia blau, para hablar también del tiempo y de la distancia y en eso anduvo José Luis Guerín cuando rodó su magnífico Tren de sombras, evocación poética de un mundo desaparecido hecha a partir de rastros cinematográficos, de retazos de vida eternizados en celuloide. Y en una historia parecida andan ahora dos periodistas barceloneses, descubridores de una obra de ficción rodada en 1937, en un orfanato, y que sirvió para mantener a los niños en una burbuja protectora de los desmanes de la guerra.

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Familias. Cada una de esas películas descubre una parte oculta de una historia familiar. La guerra mató a miles de personas, pero parece que aún obligó a guardar más cadáveres en el armario. Hace ya algunos años un documental de TV-3 recordaba que ciertos personajes de la vida barcelonesa de posguerra tuvieron un comportamiento escasamente heroico durante el enfrentamiento, que algunos colaboraron de distintas maneras a la represión de los vencedores. El documental despertó las iras de los hijos de algunas de las personalidades citadas. Una familia son lazos de sangre, pero también un espejo cuidadosamente pulido, que no admite resquebrajaduras o deformidades. Todos queremos mirarnos en un espejo mentiroso, consensual, pero los hechos, fragmentariamente, de manera desordenada, salen a flote, se niegan a desaparecer para siempre.

Jorge Semprún popularizó la fórmula por la cual en España la amnistía para los presos políticos se obtuvo gracias a un pacto en favor de una amnesia colectiva. La guerra fue un drama, pero mucho peores fueron los 40 años que la siguieron, los compromisos de todo tipo que hubo que hacer para sobrevivir o los encastillamientos orgullosos en una dignidad solitaria. Los primeros han sido ocultados, transformados incluso en actos de valentía cuando formaban parte del mied, y la cobardía colectiva que permitió que el dictador muriese en la cama, mientras que los segundos pasan hoy por intransigentes fanáticos a los que no hay nada que agradecer.

Para Xavier Juncosa hacer cine equivale a tenderse en el diván del psicoanalista. Ese ejercicio de introspección le lleva de su familia a la de los demás, y de ahí, de la constatación de que el tiempo es implacable y de que el cine filma, como decía Cocteau, la muerte trabajando, salta a pensar que todas esas desapariciones son también la del propio país. Es legítima pero exagerada, la representatividad que Juncosa otorga a sus desaparecidos no es la de encarnar Cataluña, sino lisa y llanamente la de un gran número de otros dramas familiares. Todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera.

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