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Repercusiones en la política gallega | CATÁSTROFE ECOLÓGICA
Columna
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Epifanía

Enrique Gil Calvo

La tradición permite aprovechar el mito de los Reyes como metáfora que premia o castiga la ejecutoria de nuestros políticos. Y a su amparo cabe interpretar la marea negra de chapapote como el merecido carbón que nuestro Gobierno se ha ganado por su incompetencia e irresponsabilidad. Es verdad que la mancha física sólo afecta a los gallegos, pero la mancha moral no se la podrán quitar de encima los hombres del presidente que más quemados están.

Y si la crisis del Prestige sólo acaba de comenzar -con la apertura de un rosario judicial que quizá acabe por erigir al Estado en responsable último del desastre-, el resto de casos pendientes imputables al Gobierno tampoco son para menos, todos ellos provocados por los flagrantes errores de Aznar, desde la huelga general hasta la guerra del Perejil, pasando por su apoyo a la injusta agresión arbitraria que Bush prepara para expropiar el petróleo de Irak. Y por si fuera poco, ahora Aznar cierra su annus horribilis con esa muestra de patriotismo constitucional que es su propuesta de cumplimiento íntegro de las penas -lo que se añade a la expulsión de Batasuna del juego electoral-, con elevación de un tercio en la cadena perpetua.

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Pero si al presidente y a sus hombres los Reyes sólo les han traído carbón, ¿qué nos han puesto a los demás? La verdad es que la oposición tampoco merece mucho más que carbón -aunque sea dulce y no amargo como el de Aznar-, pues no ha sido capaz de resistir los chantajes del matonismo gubernamental. Primero cedió ante la exclu-sión de Batasuna y ahora parece dispuesta a ceder ante la desnaturalización del sistema penal. Todo por miedo escénico a que los hombres del presidente les monten una bronca patriótica acusándoles de deslealtad para reducirles al ostracismo electoral -según acaba de suceder una vez más con el asunto Caldera-. Pues en su haber no hay más que dos gestos de cara a la galería: la victoria a los puntos en el debate del estado de la nación -ante un Aznar prejubilado que sólo renqueaba como un palomo cojo- y el dudoso espectáculo de la plaza de Vistalegre, cuando los socialistas babyboomers avalaron sin autocrítica la pasada ejecutoria de González -todo un ominoso guiño, por cuanto parece simbolizar-. Por lo que hace al Prestige, al margen de abuchear al Gobierno no han hecho mucho, en realidad.

¿Y a los ciudadanos? ¿Qué nos han traído los Reyes? Pues nada menos que elecciones, que a muchos les sabrán a poco, pero que nos brindan la oportunidad de primero castigar a nuestra clase política, exigiéndole cuentas por su pasada ejecutoria, y después renovarla a fondo, sustituyéndola por nuevo personal intacto de refresco. Al igual que en la vida real, los Reyes no existen, porque son los padres, tampoco en la vida política existen, pues en realidad los Reyes son los ciudadanos: es decir, los electores que premian y castigan a los políticos con sus votos. Y este año que ahora comienza es un año electoral fundamental -dados los múltiples comicios locales y autonómicos convocados-, en el que cabría la posibilidad de que declinase la mayoría absoluta de la que hoy abusa Aznar.

Los ciudadanos tienen la palabra. Pero no conviene abrigar excesivas expectativas, pues dada la inercia de la cultura pública española -variante de una cultura política latina que alumbra fenómenos como los de Perón, Chávez o Berlusconi-, a nuestros conciudadanos parece gustarles que les traten como a niños que lo esperan todo de unos gobernantes disfrazados de Reyes Magos, que tutelan a sus súbditos administrándoles regalos populistas y mentiras piadosas. Justo lo que hace Aznar, Rey Mago que nos regala bajadas de impuestos y cadena perpetua para los terroristas, a la vez que elude sus responsabilidades con apagones informativos para descargarlas sobre cualquier cabeza de turco. Pues si los padres engañan a sus hijos diciéndoles que son los tres Reyes Magos, también Aznar hace lo mismo al decir: yo no he sido, han sido el rojo, el moro y el vasco.

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