_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hombre de fidelidades

El 25 de octubre, Pep Montanyès cumplió 65 años y pocos días después, durante el puente de Todos los Santos, se fue con su mujer, Maria Martínez, a celebrarlo con un buen almuerzo en el hotel El Castell, de la Seu d'Urgell. A celebrarlo y, sobre todo, a descansar. La agenda de mi amigo Pep era una agenda muy apretada, cada día tenía un montón de reuniones, visitas y compromisos de todo tipo, lo que le obligaba a programar sus escapadas, sus descansos, fuera de Barcelona y de sus múltiples obligaciones, con bastante antelación. De su última escapada a la Seu d'Urgell -donde habíamos almorzado, y muy bien, el pasado verano-, me informó a finales de septiembre y me propuso que mi mujer y yo les acompañásemos. No pudo ser.

Últimamente, los dos matrimonios solíamos escaparnos con una cierta frecuencia. Un viaje en coche de Cadaqués a Marsella para almorzar una bullabesa en Chez Fonfon y regresar el mismo día para cenar en el hotel Ampurdán de Figueres. Un viaje de ida y vuelta con el Euromed hasta Valencia, para comer el arroz amb fesols i naps de Casa Carmina... La próxima escapada la teníamos programada para finales de diciembre: Alicante (los arroces del Piripi y los sepionets del Nou Manolín). Y, en mayo, Sicilia. Una semanita en coche por la costa oeste de Sicilia. A los Montanyès les hacía mucha ilusión este viaje.

Mi amigo Pep era un buen gourmet y daba gusto verle comer. Disfrutaba como un niño. Nunca olvidaré aquel viaje a Estrasburgo en que fuimos a ver un montaje de Bergman con los actores del Dramaten -la gran Anita Björk en el personaje de Selma Lagerlöf- y luego nos fuimos a comer al célebre Crocodile de Émile Jung. Cuando a Pep le sirvieron aquel plato de 'Mille-feuille de Saint-Jacques au tourteau', se le iluminaron los ojos y a punto estuvo de llorar de felicidad.

En nuestras escapadas, tanto los Montanyès como nosotros procurábamos no hablar de teatro o, para ser más preciso, del Lliure, de los problemas del Lliure. Los Montanyès hablaban de sus hijos, de Laia, la niña de sus ojos, del 'pequeño' Arnau, y de Joan, el payaso Monty, del que su padre se sentía muy orgulloso, aunque en lo concerniente a la comida le recriminaba el que se contentase con 'un arròs bullit i una sola de sabata'. Y nosotros procurábamos distraerles. Pero, evidentemente, en un momento u otro salía el tema y acabábamos hablando del Lliure y de sus problemas.

Este verano, cuando viajábamos de Espot, a La Seu d'Urgell, Pep se sinceró con nosotros y nos contó las putadas que le habían hecho un par de políticos, ambos vicepresidentes de la junta de gobierno del Teatre Lliure. Uno de ellos, gran defensor del Lliure, incluso se había tomado la molestia de buscarle un sustituto (Pep lo supo por la misma persona a la que el político le había ofrecido la dirección del Lliure: 'Prefiero que lo sepas por mí que no por otra persona', le dijo).

A Pep le dolían muchísimo esas y otras putadas, pero procuraba quitarles importancia, no así Maria, que temía por su salud, y así, literalmente, se lo repetía una y otra vez. Aunque sabía, y nosotros con ella, que no había nada que hacer: Pep había hecho el nuevo Lliure -porque lo hizo él, de despacho en despacho, vigilando las obras, enfrentándose con las instituciones- y seguiría en él hasta dejarlo en buenas manos, por fidelidad a su amigo y compañero Fabià Puigserver, por cumplir el compromiso moral adquirido con él. Sin ese compromiso, Pep no habría asumido la dirección del Lliure y quién sabe si hoy seguiría con vida. Pep era un hombre de amistades sólidas y conocía el valor de la palabra dada. Él y Fabià se habían conocido en la Adrià Gual al principio de la década de 1960. Venían de la misma familia, del mismo hogar teatral. Más adelante volverían a coincidir en L'Escorpí (1974), y cuando en 1986 Fabià le llamó para hacerse cargo de la gerencia del Lliure, Pep encontró en el Lliure una nueva familia teatral, un nuevo hogar teatral, al que seguiría fiel hasta el día de su muerte, por su compromiso con Fabià.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Es ese mismo Pep Montanyès, hombre de fidelidades, el que introduce y dirige el teatro de Benet i Jornet -otro de la Adrià Gual- en el Lliure, y es ese mismo Pep Montanyès el que en la primera temporada del nuevo Lliure -que no en vano se llama teatro Fabià Puigserver- programa Ronda de mort a Sinera, recupera a Ricard Salvat -fundador de la Adrià Gual con Maria Aurèlia Capmany, otra de las grandes fidelidades de Pep-, y organiza las Jornades Salvador Espriu.

Hablé con él el jueves, tres días antes de su muerte. Fue después de la reunión del patronato del Lliure, en su despacho del teatro. Me confirmó la anulación definitiva del festival de la Unión de Teatros de Europa (a la que el Lliure pertenece), la cual debía celebrarse en Barcelona en 2004. Al parecer, Pagès, el mandamás del Fòrum, le ha recortado el presupuesto a Borja Sitjà y el festival se ha ido al traste. A Pep le hacía mucha ilusión este festival: poder mostrar, ofrecer el Fabià Puigserver a sus colegas del National británico, del Odéon, del Piccolo, del Dramaten...

Pep se mostró también muy molesto con las instituciones que subvencionan el Lliure. Me dijo que pretendían rebajar las cantidades pactadas en función de que el teatro no había alcanzado en su anterior temporada las cifras de taquilla que se habían estipulado. Estaba furioso. Le propuse un viaje a París, para descansar. 'Nos zampamos una choucroute en Chez Lipp y luego nos vamos al Rond-Point a ver el nuevo espectáculo de Philippe Caubère'. '¡Què més voldria! ¡Tinc feina, molta feina', fue lo último que me dijo.

Acababa de cumplir 65 años y se jubiló. 'Ens ha fet a tots botifarra!', me decía, entre risas y lágrimas, Maria Martínez, pocas horas después de su muerte. Ahora podrá descansar, definitivamente. Confío en que donde esté haya un buen restaurante, o cuando menos una buena pastelería. Era muy goloso.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_